San Juan de la Cruz nació en Fontiveros (Ávila – 1542) y murió en Úbeda (Jaén, el 14 de diciembre de 1591), fecha que conmemoramos en este año 2019. Es tenido como poeta y escritor místico genial, sobre todo por dos obras, el Cántico Espiritual y la Llama de amor viva, que después comentó ampliamente para conocimiento de los lectores de aquellos misteriosos versos que, sin su comentario en prosa, hubieran sido auténticos jeroglíficos. Los comentaristas y los lectores se admiran de la perfección literaria de los versos de los dos poemas en los que la mayoría de las palabras están transferidas a unos ultraconceptos en los que vuelca su altísima experiencia de Dios.
Aun respetando esa interpretación de los sabios sanjuanistas, encuentro más originalidad del Santo en los comentarios a otros dos poemas, la Subida del Monte Carmelo y la Noche oscura, dos títulos para una sola obra. Y es que hombres y mujeres con experiencias “místicas” parecidas a Cántico y Llama las encontramos con frecuencia en la edad media y en el siglo XVI en las naciones de Europa y en la misma España. Pero un tratamiento tan amplio, tan rico en conceptos, tan “original” sobre la sanación y la transformación del ser humano en cristiano, no es fácil encontrarlo en la tradición espiritual de occidente anterior o posterior a san Juan de la Cruz. Y eso es lo que propone el Santo en las dos obras: el cambio del ser “humano” (hombre o mujer) en “divinizado” al ejercitar las virtudes “teologales”, fe, esperanza y caridad. Veamos el proceso.
Comienza Juan de la Cruz analizando la psique humana en sus raíces más profundas y encuentra móviles o tendencias conscientes o inconscientes que llama “apetitos” cuyo cumplimiento exigen los sentidos exteriores (ver, oír, gustar, oler y tocar) o las potencias espirituales (entendimiento, memoria y voluntad). Pues bien, o es el hombre quien controla su práctica correcta (modo activo), como expone en la Subida; o Dios interviene con una sanación en raíz (modo pasivo), que expone en la Noche. Los dos modos afectan tanto a los sentidos como a las potencias espirituales. En ambos casos, el hombre se comportará de diferente manera si obra con criterios racionales o desde la fe en un Dios que guía su destino.
El lector poco formado en el pensamiento sanjuanista o informado de otras escuelas filosóficas o religiosas puede pensar que se trata de un simple proyecto ascético, de un mero control de las pasiones para conseguir la paz interior o un dominio completo de las pulsiones de los sentidos o de las potencias superiores; pero el proyecto de Juan de la Cruz es más profundo porque hace vivir al cristiano en fe, esperanza y caridad, virtudes que regulan las relaciones del hombre con Dios y son una mediación crítica de lo religioso y lo profano. Con esa propuesta Juan de la Cruz se convierte en un juez implacable del modo de vivir en su tiempo la religiosidad, especialmente la llamada “popular”, el culto a las imágenes, las romerías, las procesiones, las visitas a santuarios, y el mismo ejercicio de las prácticas ascéticas y corregiría los lamentos de muchos creyentes mediocres que se quejan de Dios porque no atiende a sus peticiones y lo abandonan “porque no les sirve para nada”.
Curiosamente, es en la Llama de amor viva -obra mística- donde el Santo condensa el proyecto corrector de la racionalidad del hombre con una operación divina: “Matando, muerte en vida la has trocado” (canción 2, 33-34). La “muerte” significa vivir con criterios meramente racionales; la “vida”, vivir en fe, esperanza y caridad, virtudes teologales, que tienen como objeto directo la relación con Dios. Aceptando el proyecto teologal, el cristiano se guiará en la vida con criterios no solo racionales, sino más allá de la razón, en un desvestimiento de sus propios criterios; amará y esperará no por motivos e intereses inmediatos, sino altruistas. Quiere decir que sus relaciones con Dios y con los seres humanos, serán más libres, más profundos, sin esperar compensaciones: los servirán no esperando una remuneración material.
En el ejercicio teologal el “hombre viejo” o “terreno” entra en crisis y aparece el “hombre nuevo” que propone san Pablo (1Cr, 15, 48; Ef, 2, 15 y 4, 24; Rm, 6, 6) y comentan los autores espirituales. La vida de relación con Dios cambia: el cristiano no espera de él el cumplimiento de la propia voluntad, sino que se abandonará en la de Dios con toda confianza. No abandonará a Dios porque “no le hace caso” cuando le pida ayuda, etc. Las estructuras de la psicología humana y sus operaciones quedan intactas, pero los criterios de acción son diferentes. Es el hombre, su racionalidad la que entra en crisis y en él nacen motivaciones nuevas para vivir en cristiano. Por el contrario, al cumplir las exigencias de los “apetitos”, de los deseos desordenados, el hombre obra aparentemente de modo racional, pero esclavizan al alma, oscurecen el pensamiento y perturban la acción. Y es aquí donde interviene la acción sanante de las virtudes teologales que ponen orden en el desorden de la razón.
Pero lo más original del proyecto de sanación sanjuanista es que lo fundamenta en un dogma de fe: la imagen de un Cristo crucificado en el momento de morir, despojado de todo consuelo divino y humano, “abandonado” del Padre, dolido en el cuerpo por los azotes, los clavos y las espinas, y en el alma por la traición de sus amigos y seguidores, menos las “tres Marías”. El diseño de ese Cristo moribundo en el Calvario que hace san Juan de la Cruz es uno de los espectáculos más dramáticos que pueden representar los pintores y los escultores de todos los tiempos. El Redentor en ese momento se siente morir a lo sensual, el amor de sus amigos, y a lo espiritual, la cercanía del Padre. Padece en el cuerpo y en el espíritu.
Y al final, sigue razonando el místico teólogo Juan de la Cruz, fundado en los relatos evangélicos y en la inspiración poética, que en ese momento Cristo “hizo la mayor obra que en toda su vida, con milagros y obras, había hecho […] que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (Subida, cap. 7, n. 11. Leer todo el capítulo).
Dicho esto en general, habría que descender a la práctica que desarrolla Juan de la Cruz en el libro II de la Subida, y en los dos libros de la Noche, en la que se realiza la obra de Dios consintiéndolo el hombre. Es en el libro II de la Subida donde plantea un problema fundamental en la vida de fe del cristiano: que Cristo, el Verbo Encarnado es la última y definitiva palabra del Padre después de la cual se quedó “mudo”: en él se cierra y concluye la revelación sustancial. Desde esta afirmación se pueden interpretar las “revelaciones privadas” que han tenido algunos cristianos.
Y en la segunda parte del libro III de la Subida explica cómo el cristiano tiene que purificar y dominar la pasión del gozo, según la nomenclatura de Boecio, con el ejercicio de la caridad teologal; gozos que proceden del disfrute de los distintos “bienes”: temporales, materiales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales. Todos los tiene que controlar el hombre espiritual no gozándolos indebidamente para que la sanación del espíritu se complete.
Daniel de Pablo Maroto, ocd
Daniel de Pablo Maroto, ocd
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