San Ambrosio - El buen samaritano Lc. 10, 30-37)
71. Un hombre baja de Jerusalén a Jericó. Con objeto de explicar más claramente el pasaje que nos hemos propuesto, repasemos la historia antigua de la ciudad de Jericó. Recordemos, pues, que Jericó, como leemos en el libro que escribió Josué, hijo de Nave, era una gran ciudad amurallada, inexpugnable a las armas e inatacable; en ella vivía la prostituta Rahab, que fue la que hospedó a los exploradores que envió Josué, les ayudó con sus consejos, respondió, cuando la preguntaron sus conciudadanos, que ya se habían ido, los escondió en su casa y, para sustraerse ella y los suyos a la destrucción de la ciudad, ató el cordón de hilo de púrpura a la ventana; pero los inexpugnables muros de esa ciudad rodaron por el suelo al sonido de las siete trompetas de los sacerdotes a los que acompañaba el estruendo jubiloso del pueblo.
72. Mirad cómo cada uno tiene su propio quehacer: el explorador, la vigilancia; la meretriz, el secreto; el vencedor, la fidelidad; el sacerdote, la religión; los primeros desprecian el riesgo con tal de ganar honras; aquélla ni aun en medio de peligros traiciona a quienes ha recibido; el vencedor, más preocupado en conservar la fidelidad que en vencer, manda anteponer la salud de la prostituta a la ruina de la ciudad; y, por fin, el arma propia del sacerdote, que no es otra que la fuerza de la religión. ¿Quién no se admirará, y con razón, al ver que de toda la ciudad sólo se salvará el que fue ayudado por la meretriz?
73. He aquí, pues, la escueta verdad histórica, que, considerada más profundamente, nos revela admirables misterios. En efecto, Jericó es figura de este mundo, a la cual descendió Adán arrojado del paraíso, es decir, de aquella Jerusalén celeste, por su prevaricadora caída, pasando de la vida a la muerte; destierro este de su naturaleza que le ocasionó un cambio, no ciertamente de lugar, pero sí de costumbres. Y así quedó un Adán bien distinto de aquel primero que gozaba de una felicidad sin ocaso, pero que tan pronto como se lanzó a los pecados de este mundo, cayó en manos de los ladrones, a los que no habría venido a parar si no se hubiese apartado del mandato divino. ¿Quiénes son estos ladrones sino los ángeles de la noche y de las tinieblas, que se transforman a veces en ángeles de luz (2 Co 11, 14), aunque es un hecho que no puedan permanecer mucho tiempo en ese estado? Estos primero nos despojan del vestido de la gracia espiritual que recibimos, y así es como de ordinario logran sus primeros impactos; pero, si guardamos intactos los vestidos recibidos, no sentiremos los golpes de los ladrones. Ten, pues, cuidado para no ser despojado, como lo fue Adán, de la protección del precepto celestial y privado del vestido de la fe, ya que a eso se debió que él fuera herido mortalmente, herida mortal que se habría contagiado a todo el género humano si aquel Buen Samaritano, bajando del cielo, no hubiese curado esas peligrosas llagas.
74. Y no es un samaritano cualquiera este que no despreció a aquel que había sido preterido por el sacerdote y el levita. No desprecies a aquel que lleva el nombre de una secta cuya interpretación te va a llenar de admiración; en efecto, el vocablo "samaritano" significa guardián. Demos ahora una interpretación a todo esto. En verdad, ¿quién es un custodio verdadero, sino aquel de quien se ha escrito: El Señor guarda a los pequeños? (Sal 114, 6). Pues del mismo modo que hay un judío que es tal según la letra y otro que lo es por el espíritu, así también se da una manera de ser samaritano que se ve y otra que yace oculta. Mientras bajaba, pues, este samaritano —¿quién es este que bajó del cielo, sino el que sube al cielo, el Hijo de Dios que está en el cielo? (Jn 3, 13)—, habiendo visto a un hombre medio muerto, al que nadie había querido curar (el mismo caso que la que padecía de flujo de sangre y había gastado en médicos toda su hacienda), se llegó a él, es decir, compadecido de nuestra miseria, se hizo íntimo y prójimo nuestro para ejercitar su misericordia con nosotros.
75. Y vendó sus heridas untándolas con aceite y vino. Este médico tiene infinidad de remedios, mediante los cuales lleva a cabo, de ordinario, sus curaciones. Medicamento es su palabra; ésta, unas veces, venda las heridas; otras sirve de aceite, y otras actúa como vino; venda las heridas cuando expresa un mandato de una dificultad más que regular; suaviza perdonando los pecados, y actúa como el vino anunciando el juicio.
76. Y lo puso —continúa el texto— sobre su cabalgadura. Observa cómo realiza esto contigo: Él tomó sobre sí nuestros pecados y cargó con nuestros dolores (Is 53, 4). Otra confirmación es la del Buen Pastor, que puso sobre sus hombros a la oveja cansada (Lc 15, 5). En efecto, el hombre se ha convertido en un ser semejante a un jumento (Sal 48,13), pero Él nos ha colocado sobre su cabalgadura para que no fuésemos como el caballo y el mulo (Sal 31, 9) y ha tomado nuestro mismo cuerpo para suprimir las debilidades de nuestra carne.
77. Y, al fin, a nosotros, que éramos como jumentos, nos conduce a una posada. Una posada, como se sabe, no es más que un lugar donde suelen descansar los que se encuentran desfallecidos por un largo camino. Y por eso, el Señor, que es el que levanta del polvo al pobre y alza del estiércol al desvalido (Sal 112, 7), nos ha llevado a un mesón.
78. Y se preocupa con cuidado de él para que ese enfermo pueda observar los mandatos que había recibido. Pero este samaritano no tenía tiempo de hacer una permanencia larga en la tierra; debía volver al lugar de donde había bajado.
79. Y al día siguiente —pero, ¿cuál es este otro día, sino el domingo de la resurrección del Señor, del que fue dicho: este es el día que hizo el Señor? (Sal 117, 24)— tomó dos denarios y se los dio al mesonero, diciéndole: Cuídale.
80. ¿Qué significan estos dos denarios sino los dos testamentos que llevan impresa la efigie del eterno Rey y con los que nuestras heridas obtienen su curación? Porque hemos sido redimidos a precio de sangre (1 P 1, 19) para no ser víctimas de las heridas de la última muerte.
81. El mesonero recibió los dos denarios (no creo que sea absurdo entender esto con relación a los cuatro libros). Y ¿quién es este hostelero? Tal vez pueda ser aquel que dijo: Todas las cosas me parecen estiércol en comparación de ganar a Cristo (Flp 3, 8), y por este mismo Cristo tendría cuidado del hombre herido. El hostelero es, en realidad, aquel que dijo: Cristo me envió a evangelizar (1 Co 1, 17). Los hosteleros son esos hombres a los que se ha dicho: Id por el mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura, y el que creyere y se bautizare será salvo (Mc 15, 16), salvo verdaderamente de la muerte y salvo de las heridas que le pudieran infligir los ladrones.
82. ¡Bienaventurado ese mesonero que puede curar las heridas del prójimo!, y ¡bienaventurado aquel a quien dice Jesús: Lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta! El buen dispensador da siempre en demasía. Buen dispensador fue Pablo, cuyos sermones y epístolas son como algo que rebosa a lo que había recibido, cumpliendo el mandato explícito del Señor de trabajar sin descanso corporal ni espiritual, a fin de obtener, por medio de la predicación de su palabra, el preservar a muchos de la grave flaqueza del espíritu. He aquí el dueño del mesón en el que el asno conoció el pesebre de su amo (Is 1, 3) y en el cual hay un lugar seguro para los rebaños de ovejas, con el fin de que, a esos lobos rapaces que braman alrededor de los apriscos, no les resulte fácil llevar a cabo sus ataques a las ovejas.
83. Pero El, además, promete una recompensa. Y ¿cuándo vas a venir, Señor, a darla sino en el día del juicio? Porque, aunque Tú estés siempre y en todo lugar y vivas entre nosotros, si bien no te vemos, con todo, llegará un momento en el que todo hombre te verá volver. Paga, pues, lo que debes. ¡Bienaventurados aquellos hombres a los que debe Dios! ¡Ojalá que nosotros pudiéramos ser deudores dignos para poder pagar todo lo que hemos recibido, sin que nos ensoberbezca el don del sacerdocio o del ministerio! ¿Cómo pagas Tú, Señor Jesús? Prometiste que a los buenos les darías un premio abundante en el cielo, y lo cumples cuando dices: Muy bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor (Mt 25, 21).
84. Por tanto, puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas, amémosle, viendo en él a nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo; pues nada hay tan próximo a los miembros como la cabeza. Y amemos también al que es imitador de Cristo, y a todo aquel que se asocia al sufrimiento del necesitado por la unidad del cuerpo. No es, pues, la relación de parentesco la que hace a otro hombre nuestro prójimo, sino la misericordia, porque ésta se hace una segunda naturaleza; ya que nada hay tan conforme con la naturaleza como ayudar al que tiene nuestra misma realidad natural.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 71-84, BAC Madrid 1966, p. 379-84)
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domingo, 6 de mayo de 2018
martes, 31 de marzo de 2015
Lo que no puede ser negado, puede ser lavado.
EL llanto de San Pedro. El Greco. |
San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Tratado sobre el evangelio de Lucas, 49-52; 87-89; SC 52 pag 173, 185
“Te aseguro, Pedro, que antes de que el gallo cante, me habrás negado tres veces.”
Hermanos, ¡convirtámonos! ¡Guardémonos de disputas sobre categorías entre nosotros! Si los apóstoles han contestado (cf Lc 22,24), no nos tiene que ser pretexto para nosotros de hacer lo mismo, antes bien es un aviso. Pedro se convirtió, es cierto, el día que respondió a la primera llamada del Maestro, pero ¿quién puede decir que su propia conversión ya se ha realizado? (...)
El Señor nos da ejemplo. Tenemos necesidad de todo; él no necesita de nadie y, sin embargo, se muestra humilde en el servicio de sus discípulos. (...) En cuanto a Pedro, dispuesto en su espíritu, sin duda, pero todavía débil en las disposiciones de su cuerpo (Mt 26,41) le previene Jesús que le negará. La pasión del Señor encuentra sus imitadores pero no igualadores. Así que no reprocho a Pedro de haber negado a Cristo; le felicito por haber llorado. Lo uno es resultado de nuestra condición común; lo otro es señal de virtud, de fuerza interior. (...) Pero, aunque nosotros le excusamos, él no se excusó (...). Prefirió acusarse a si mismo de su pecado que agravarlo con otra negación. Pedro lloró...
Leo que Pedro lloró, no leo que haya dado excusas. Lo que no puede ser negado puede ser lavado. Las lágrimas sirven para lavar aquellas faltas que no osamos confesar de viva voz... Las lágrimas proclaman la falta sin temblor (...). Las lágrimas no piden perdón y, no obstante, lo alcanzan. (...) ¡Buenas lágrimas, las que lavan la culpa! Lloran aquellos a los que Jesús mira. Pedro negó una primera vez y no lloró porque el Señor no lo había mirado. Le negó una segunda vez, no lloró porque el Señor todavía no lo había mirado. Le negó una tercera vez: Jesús le miró y él lloró amargamente. ¡Míranos, Señor Jesús, para que sepamos llorar nuestro pecado!
miércoles, 28 de enero de 2015
San Ambrosio de Milan. Cada día eres mártir de Cristo.
El martirio interior
Muchos me persiguen y me afligen: pero no me he apartado de tus mandamientos (Sal 118, 157). Los peores perseguidores no son los que se manifiestan como tales, sino aquéllos que no se ven. ¡Y de éstos hay muchos! Pues del mismo modo que un rey perseguidor ordenaba muchos mandatos de acosamiento y los hostigadores se desparramaban por todas las provincias y ciudades, el diablo lanza a muchos de sus ministros, para que persigan a todas las almas, no sólo por fuera sino también por dentro. De estas persecuciones se dijo: todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo, sufrirán persecución (2 Tim 3, 12). El Apóstol escribió todos; no exceptuó ninguno. Pues, ¿quién puede ser exceptuado cuando el mismo Señor toleró las tentativas de persecución? Persigue la avaricia; persigue la ambición; persigue la lujuria; persigue la soberbia y persiguen los placeres de la carne. No olvides que el Apóstol dijo: huid de la fornicación (1 Cor 6, 18). ¿Y de qué huyes, sino de aquello que te persigue?: el mal espíritu de la lujuria, el mal espíritu de la avaricia, el mal espíritu de la soberbia. Los perseguidores temibles son aquéllos que, sin el terror de la espada, destruyen con frecuencia el espíritu del hombre; aquéllos que, más con halagos que con espanto, someten las almas de los fieles. Éstos son los enemigos de los que te debes guardar, éstos son los tiranos más peligrosos, por los que Adán fue vencido. Muchos, coronados en públicas persecuciones, cayeron en estas persecuciones ocultas. Por fuera, dijo el Apóstol, luchas; por dentro, temores (2 Cor 7, 5). Adviertes qué duro es el combate que hay en el interior del hombre, para que se bata consigo mismo y luche contra sus pasiones. El mismo Apóstol vacila, duda, es atenazado y manifiesta que está sujeto a la ley del pecado y reducido por su cuerpo de muerte, y no podría evadirse, si no fuera liberado por la gracia de Cristo Jesús (cfr. Rm 7, 23-25) Y del mismo modo que hay muchas persecuciones, así también hay muchos martirios. Todos los días eres testigo de Cristo. Eres mártir de Cristo si sufriste la tentación del espíritu de lujuria, pero, temeroso del futuro juicio de Cristo, no pensaste en profanar la pureza del alma y del cuerpo. Eres mártir de Cristo si fuiste tentado por el espíritu de la avaricia para apoderarte de los bienes de los inferiores o no respetar los derechos de las viudas indefensas, pero juzgaste que era mejor alcanzar la riqueza por la contemplación de los preceptos divinos, que cometer la injusticia. Cristo quiere estar cerca de tales testigos, según está escrito: aprended a obrar el bien, buscad lo justo, respetad al agraviado, haced justicia al huérfano, y amparad a la viuda: venid y entendámonos (Is 1, 17-18). Eres mártir de Cristo si fuiste tentado por el espíritu de soberbia, pero, viendo al débil y desvalido, te compadeciste con piadoso espíritu, y amaste la humildad más que la arrogancia. Y aún más si diste testimonio no sólo de palabra, sino también con obras. Pues ¿quién es testigo más fiel, que aquél que confiesa que el Señor Jesús se ha encarnado, al tiempo que guarda los preceptos del Evangelio? Porque quien escucha y no pone por obra, niega a Cristo. Aunque lo confiese de palabra, lo niega por las obras. Pues a muchos que dicen: Señor, Señor, ¿acaso en tu nombre no hemos profetizado, arrojado demonios y obrado muchas virtudes? (Mt 7, 22), les dirá en aquel día: apartaos de mí todos los que hayáis obrado la iniquidad (Ibid., 23). Porque es testigo aquél que, haciéndose fiador con sus hechos, confiesa a Cristo Jesús. ¡Cuántos, todos los días, son mártires de Cristo en oculto, y confiesan al Señor Jesús con sus obras! El Apóstol conocía este martirio y testimonio fiel de Cristo, cuando afirmaba: ésta es nuestra gloria: el testimonio de nuestra conciencia (2 Cor 1, 12) (...). Muchos me persiguen, y me afligen. Quizá Cristo dice esto, y lo dice con la voz de cada uno de nosotros: el adversario lo persigue dentro de nosotros. Si pretendes que nadie te persiga, apartas a Cristo, que sufrió tentación para vencerla. Donde el diablo lo ve, allí prepara insidias, allí maquina los ardides de la tentación, allí urde sus engaños, para rechazarlo si pudiera. Pero donde el diablo combate, allí está presente Cristo; donde el diablo asedia, allí Cristo está encerrado y defiende los muros de la fortaleza espiritual. Así pues, el que retrocede ante la llegada del perseguidor, expulsa también al defensor. Por tanto, cuando oigas: muchos me persiguen y me afligen, no temas, que también puedes decir: si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Esto afirma con verdad aquél que, por los testimonios del Señor, se aparta sin rodeos de la senda de los vicios. SAN AMBROSIO, Exposición sobre el Salmo 118, XX, 45-48, 51.
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