jueves, 25 de mayo de 2017

San Beda, el venerable. Presbítero y doctor de la Iglesia. +735.







Escribió así:

Y es así que, muy interesado en la historia eclesiástica de Bretaña, especialmente en la raza de los ingleses, yo, Beda, sirviente de Cristo y sacerdote del monasterio de los benditos apóstoles San Pedro y San Pablo, el cual se encuentra en Wearmouth y Jarrow (en Northumbria), con la ayuda del Señor he compuesto, cuanto he logrado recabar de documentos antiguos, de las tradiciones de los ancianos y de mi propio conocimiento. Nací en el territorio del monasterio ya mencionado, y a la edad de siete años fui dado, por el interés de mis familiares, al reverendísimo abad benedictino Biscop, y después a Ceolfrid, para recibir educación. Desde entonces he permanecido toda mi vida en dicho monasterio, dedicando todas mis penas al estudio de las Escrituras, a observar la disciplina monástica y a cantar diariamente en la iglesia, siendo siempre mi deleite el aprender, enseñar o escribir. A los diecinueve años, fui admitido al diaconado, a los treinta al sacerdocio, ambas veces mediante las manos del reverendísimo obispo Juan [san Juan de Beverley], y a las órdenes del abad Ceolfrid. Desde el momento de mi admisión al sacerdocio hasta mis actuales 59 años me he esforzado por hacer breves notas sobre las sagradas Escrituras, para uso propio y de mis hermanos, ya sea de las obras de los venerables Padres de la Iglesia o de su significado e interpretación.


Después de esto, Beda inserta una lista de Indiculus, de sus anteriores escritos y, finalmente, termina su gran obra con las siguientes palabras:


Y os ruego, amoroso Jesús, que así como me habéis concedido la gracia de tomar con deleite las palabras de vuestro conocimiento, me concedáis misericordiosamente llegar a ti, la fuente de toda sabiduría, y permanecer para siempre delante de vuestro rostro.


Es evidente, en la carta de Beda al obispo Egberto, que el historiador visitaba ocasionalmente a sus amigos durante algunos días, alejándose del monasterio de Jarrow; pero salvo esas raras excepciones, su vida parece haber transcurrido como una pacífica ronda de estudios y oración dentro de su propia comunidad. El cariño que ésta le tenía queda manifiesto en el conmovedor relato de la última enfermedad y la muerte del santo, legada a nosotros por Cuthbert, uno de sus discípulos. Su búsqueda del conocimiento no fue interrumpida por su enfermedad y los hermanos le leían mientras él estaba en cama, pero la lectura era reemplazada constantemente por las lágrimas. "Puedo declarar con toda verdad," escribe Cuthbert sobre su amado maestro, "que nunca vi con mis ojos, ni oí con mis oídos a nadie que agradeciera tan incesantemente al Dios vivo. Incluso el día de su muerte (la vigilia de la Ascensión de 735) el santo estaba ocupado dictando una traducción del Evangelio de San Juan. Al atardecer, el muchacho Wilbert, que la estaba escribiendo, le dijo: "Hay todavía una oración, querido maestro, que no está escrita." Y cuando la hubo entregado, y el muchacho le dijo que estaba terminada, "Habéis hablado con verdad…", contestó Beda, "…está terminada. Tomad mi cabeza entre vuestras manos, pues es de gran placer sentarme frente a cualquier lugar sagrado donde haya orado, así sentado puedo llamar a mi Padre." Y así, sobre el suelo de su celda, cantando "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo", y el resto, exhaló su último aliento.


El calificativo Venerabilis parece haber sido agregado al nombre de Beda antes de haber transcurrido las dos generaciones posteriores a su muerte. Por supuesto, no existe una autoridad anterior que corrobore la leyenda repetida por Fuller acerca del “monje torpe” que al componer un epitafio sobre Beda se quedó sin palabras para completar la frase Hac sunt in fossa Bedae… ossa y a la mañana siguiente se encontró con que los ángeles habían llenado el espacio con la palabra venerabilis. El calificativo es utilizado por Alcuin, Amalarius y al parecer por Paulo el Diácono, y el importante Consejo de Aachen de 835 lo describe como venerabilis et modernis temporibus doctor admirabilis Beda. Este decreto se mencionaba especialmente en la petición que el Cardenal Wiseman y los obispos ingleses enviaron a la Santa Sede en 1859, rogando que Beda fuera declarado Doctor de la Iglesia. El tema ya había sido discutido antes de la época de Benedicto XIV, pero no fue hasta el 13 de noviembre de 1899 que León XIII decretó que el 27 de mayo toda la Iglesia debía celebrar la fiesta del Venerable Beda, con el título de Doctor Ecclesiae. Durante toda la Edad Media se había celebrado en York y en el Norte de Inglaterra el culto local al Santo Beda, pero la fiesta no era tan popular en el sur, donde se seguía la Liturgia de Sarum.


La influencia de Beda entre los eruditos ingleses y extranjeros fue muy grande, y probablemente habría sido mayor si los monasterios del norte no hubieran sido devastados por las invasiones Danesas menos de un siglo después de la muerte de Beda. En innumerables formas, pero especialmente por su moderación, amabilidad y gran visión, Beda se distingue entre sus contemporáneos. En lo referente a erudición, indudablemente fue el hombre más sabio de su tiempo. Una característica muy notable, observada por Plummer (I, p. xxiii), es su sentido de propiedad literaria, una particularidad extraordinaria en esa época. Él mismo anotaba escrupulosamente en sus escritos los pasajes que había tomado prestados de otros e incluso rogaba a los copistas de sus obras que conservaran las referencias, una recomendación a la que ellos pusieron muy poca atención. A pesar de lo elevado de su cultura, Beda aclara repetidamente que sus estudios están subordinados a la interpretación de las Escrituras. En su "De Schematibus" lo dice así: "Las Sagradas Escrituras están sobre todos los demás libros, no sólo por su autoridad Divina, o por su utilidad pues son una guía hacia la vida eterna, sino también por su antigüedad y su forma literaria” (positione dicendi). Tal vez el mayor tributo al genio de Beda es que con una convicción tan desprovista de compromiso y tan sincera de que la sabiduría humana es inferior, haya podido adquirir tanta cultura verdadera. Aunque el Latín fue para él una lengua todavía viva, y aunque no parece haber volteado conscientemente hacia la Era de Augusto de la Literatura Romana que preservaba modelos más puros de estilo literario que la época de Fortunato o San Agustín, ya sea por genio natural o por el contacto con los clásicos, Beda es extraordinario por la relativa pureza de su lenguaje y también por su lucidez y sobriedad, especialmente en temas de crítica histórica. En todos estos aspectos presenta un marcado contraste con san Aldhelm quien se aproxima más al tipo Celta.
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Avisos espirituales de Santa Teresa de Jesús.

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La tierra que no es labrada, llevará abrojos y espinas aunque sea fértil, así el entendimiento del hombre.
1. De todas las cosas espirituales decir bien, como de religiosos, sacerdotes y ermitaños.
2. Entre muchos siempre hablar poco.
3. Ser modesto en todas las cosas que hiciere y tratare.
4. Nunca porfiar mucho, especial en cosas que va poco.
5. Hablar a todos con alegría moderada.
6. De ninguna cosa hacer burla.
7. Nunca reprender a nadie sin discreción y humildad y confusión propia de sí mismo.
8. Acomodarse a la complexión de aquel con quien trata, en el alegre alegre, y con el triste triste, en fin hacerse todo a todos para ganarlos a todos.
9. Nunca hablar sin pensarlo bien y encomendarlo mucho a nuestro Señor, para que no hable cosa que le desagrade.
10. Jamás excusarse sino en muy probable causa.
11. Nunca decir cosa suya digna de loor, como de su ciencia, virtudes, linaje, si no tiene esperanza que habrá provecho y entonces sea con humildad, y con consideración que aquellos son dones de la mano de Dios.
12. Nunca encarecer mucho las cosas, sino con moderación decir lo que siente.
13. En todas las pláticas y conversaciones siempre mezcle algunas cosas espirituales, y con esto se evitarán palabras ociosas y murmuraciones.
14. Nunca afirme cosa sin saberla primero.
15. Nunca se entremeta a dar su parecer en todas las cosas, si no se lo piden, o la caridad lo demanda.
16. Cuando alguno hablare cosas espirituales, óigalas con humildad y como discípulo, y tome para sí lo bueno que dijere.
17. A tu superior y confesor, descubre todas tus tentaciones e imperfecciones y repugnancias para que te dé consejo y remedio para vencerlas.

18. No estar fuera de la celda, ni salir sin causa, y a la salida pedir favor a Dios para no ofenderle.
19. No comer ni beber sino a las horas acostumbradas, y entonces dar muchas gracias a Dios.
20. Hacer todas las cosas como si realmente estuviese viendo a su Majestad, y por esta vía gana mucho un alma.
21. Jamás de nadie oigas ni digas mal, sino de ti mismo, y cuando holgares de esto, vas bien aprovechando.
22. Cada obra que hicieres dirígela a Dios ofreciéndosela, y pídele que sea para su honra y gloria.
23. Cuando estuvieres alegre no sea con risas demasiadas, sino con alegría humilde, modesta, afable y edificativa.
24. Siempre te imagina siervo de todos y en todos considera a Cristo nuestro Señor, y así le tendrás respeto y reverencia.
25. Está siempre aparejado al cumplimiento de la obediencia como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado.
26. En cualquier obra y hora examina tu conciencia y vistas tus faltas, procura la enmienda con divino favor, y por este camino alcanzarás la perfección.
27. No pienses faltas ajenas sino las virtudes, y tus propias faltas.
28. Andar siempre con grandes deseos de padecer por Cristo en cada cosa y ocasión.
29. Haga cada día cincuenta ofrecimientos a Dios de sí, y esto haga con grande fervor y deseos de Dios.
30. Lo que medita por la mañana traiga presente todo el día y en esto ponga mucha diligencia, porque hay grande provecho.
31. Guarde mucho los sentimientos que el Señor le comunicare, y ponga por obra los deseos que allí en la oración le dieren.
32. Huya siempre la singularidad cuanto le fuere posible, que es mal grande para la comunidad.
33. Las ordenanzas y regla de su religión lea muchas veces y guárdelas de veras.
34. En todas las cosas criadas mire la providencia de Dios y sabiduría, y en todas le alabe.

35. Despegue el corazón de todas las cosas y busque y hallará a Dios.
36. Nunca muestre devoción de fuera que no haya dentro, pero bien podrá encubrir la devoción.
37. La devoción interior no la muestre sino con grande necesidad; mi secreto para mí dice S. Francisco, y S. Bernardo.
38. De la comida si está bien o mal guisada no se aqueje, acordándose de la hiel y vinagre de Jesucristo.
39. En la mesa no hable a nadie ni levante los ojos a mirar a otro.
40. Considerar la mesa del cielo, y el manjar de ella que es Dios y los convidados, que son los ángeles: alce los ojos a aquella mesa deseando verse en ella.
41. Delante de su superior (en el cual debe mirar a Jesucristo), nunca hable sino lo necesario, y con gran reverencia.
42. Jamás hagas cosa que no puedas hacer delante de todos.
43. No hagas comparación de uno a otro porque es cosa odiosa.
44. Cuando algo te reprendieren: recíbelo con humildad interior y exterior, y ruega a Dios por quien te reprendió.
45. Cuando un superior manda una cosa, no digas que lo contrario manda otro, sino piensa que todos tienen santos fines, y obecede a lo que te manda.
46. En cosas que no le va ni le viene, no sea curioso en hablarlas ni preguntarlas.
47. Tenga presente la vida pasada, para llorarla, y la tibieza presente, y lo que le falta por andar de aquí al cielo para vivir con temor, que es causa de grandes bienes.
48. Lo que le dicen los de casa haga siempre si no es contra la obediencia, y respóndales con humildad y blandura.
49. Cosa particular de comida o vestido no lo pida sino con grande necesidad.
50. Jamás deje de humillarse y mortificarse hasta la muerte en todas las cosas.
51. Use siempre a hacer muchos actos de amor, porque encienden y enternecen el alma.
52. Haga actos de todas las demás virtudes.
53. Ofrezca todas las cosas al Padre eterno, juntamente con los méritos de su Hijo Jesucristo.

54. Con todos sea manso y consigo riguroso.
55. En las fiestas de los santos piense sus virtudes y pida al Señor se las dé.
56. Con el examen de cada noche tenga gran cuidado.
57. El día que comulgare, la oración sea de ver que siendo tan miserable ha recibido a Dios, y la oración de la noche, de que le ha recibido.
58. Nunca siendo superior reprenda a nadie con ira sino cuando sea pasada, y así aprovechará la reprensión.
59. Procura mucho la perfección y devoción y con ellas hacer todas las cosas.
60. Ejercitarse mucho en el temor del Señor, que trae el alma compungida y humillada.
61. Mirar bien cuán presto se mudan las personas y cuán poco hay que fiar de ellas, y así asirse a Dios que no se muda.
62. Las cosas de su alma procure tratar con su confesor espiritual y docto, a quien las comunique y siga en todo.
63. Cada vez que comulgare, pida a Dios algún don por la gran misericordia con que ha venido a su pobre alma.
64. Aunque tenga muchos santos por abogados, séalo particular de san José, que alcanza mucho de Dios.
65. En tiempo de tristeza y turbación no dejes las buenas obras que solías hacer, de oración y penitencia, porque el demonio procura inquietarte porque las dejes: antes tengas más que solías, y verás cuán presto el Señor te favorece.
66. Tus tentaciones e imperfecciones no comuniques con los más desaprovechados de casa, que te harás daño a ti y a los otros, sino con los más perfectos.
67. Acuérdate de que no tienes más de un alma, no has de morir más de una vez, ni tienes más de una vida breve y una que es particular, ni hay más de una gloria, y esta eterna, y darás de mano a muchas cosas.
68. Tu deseo sea de ver a Dios. Tu temor si le has de perder. Tu dolor que no lo gozas. Y tu gozo de que te puede llevar allá, y vivirás con gran paz.

martes, 9 de mayo de 2017

BEATO ISIDORO BAKANJA, Mártir del Escapulario del Carmen.

                                       
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Beato Isidoro Bankaja, catequista, mártir del escapulario. 12 de agosto. 

A principios del siglo xx, un joven africano permaneció fiel al escapulario hasta su sangrienta muerte. Isidoro Bakanja había nacido en Bokendela, en la actual República Democrática del Congo, hacia 1885. Su padre, Iyonzwa, procede de una familia de agricultores; la familia de su madre, Inyuka, vive de la pesca. Bakanja tiene un hermano mayor y una hermana menor. La familia es pagana, pero los valores de la moral natural, vehiculados por las mejores tradiciones africanas, ocupan un lugar de privilegio. Iyonzwa no practica la poligamia. Bakanja se muestra ejemplar en la obediencia a sus padres. Mucho después, el verdugo intentará justificar sus violencias hacia el joven acusándolo de haber robado botellas de vino, pero todos los testigos refutarán esa calumnia, ya que nadie sorprendió nunca a Isidoro Bakanja cometiendo el más mínimo robo.

En la época en que nace Bakanja, la conferencia de Berlín había reconocido la soberanía del rey de los belgas, Leopoldo II, sobre el territorio que más tarde se convertiría en el Estado independiente del Congo. A partir de ese momento, la región ha visto afluir misioneros, pero también aventureros en busca de riqueza a bajo coste. Desde entonces, diversos explotadores acumulan, a cuenta del rey, las riquezas de la cuenca congoleña, especialmente el caucho y el marfil, dirigiéndolas hacia la costa del Océano Atlántico. Las poblaciones locales suministran, para ese trabajo, una mano de obra barata. Como otros muchos jóvenes de su poblado, Bakanja sueña con ir a trabajar a Mbandaka, ciudad situada al sur, no muy lejos de allí. Poco después de cumplir la mayoría de edad, desciende el río y es contratado como albañil en Mbandaka. Allí tiene relación con unos monjes de la Trapa (cistercienses) en la misión de Bolokwa-Nsimba, descubriendo con admiración la fe cristiana. Impresionado por la acogida, la bondad y la dedicación de los misioneros para con los pobres y los enfermos, pide ser bautizado. Instruido por los padres trapenses, recibe el Bautismo en la parroquia de San Eugenio, en Bolokwa-Nsimba, el 6 de mayo de 1906, con el nombre de Isidoro. Ese mismo día es investido con el escapulario del Carmen. El 25 de noviembre siguiente, recibe la Confirmación y, el 8 de agosto de 1907, según las costumbres de la época, toma la primera Comunión. Isidoro profesa una gran devoción por el Rosario y el escapulario, que siempre lleva consigo, pues es el modo que tiene de manifestar su fe. Se constituye en apóstol de sus amigos y compañeros de trabajo, atrayéndolos a la fe cristiana mediante la palabra y el ejemplo.

Abandono de los amuletos

Una vez vencido el contrato de trabajo, Isidoro regresa a su poblado. Su padre le pregunta qué ha hecho de los amuletos que le había confiado antes de irse. Él contesta claramente que los ha abandonado porque, en adelante, goza de una protección mucho más eficaz: la de Cristo, el Hijo de Dios, y la de su Madre, la Virgen María. A pesar de las advertencias de sus amigos que temen a los europeos, Isidoro acepta un puesto de sirviente en Busira, en la casa de un vigilante de la plantación, llamado Reynders, de la S.A.B. (Sociedad Anónima Belga) que explota el caucho y el marfil. En ese puesto, es reconocido como obrero ejemplar, trabajador y concienzudo; impresionados por su cordura, muchos lo eligen como catequista. Al ser trasladado a Ikili, Reynders se lleva consigo a Isidoro, cuyas cualidades humanas aprecia. El gerente local de la S.A.B, Van Cauter, es conocido por su dureza y su feroz oposición al cristianismo y a los misioneros cristianos. Reynders aconseja a Isidoro que disimule su fe cristiana para evitar problemas. Sin embargo, Isidoro es el único cristiano en Ikili y no puede guardarse para él solo el gozo que le invade de conocer a Cristo. Van Cauter se percata de ello y le prohíbe que enseñe a rezar a sus compañeros de trabajo.

El 1 de febrero de 1909, Van Cauter ordena toscamente a Isidoro, que sirve la mesa, que se quite el escapulario. El joven responde: «Amo, exiges que me quite el hábito de la Virgen, pero no lo haré. Como cristiano que soy, tengo derecho a llevar el escapulario». Lleno de furia, el director de la plantación ordena que le propinen veinticinco azotes de chicote, látigo de cuero. Isidoro acepta con angelical paciencia ese injusto castigo, uniéndose en espíritu a Jesús en la Pasión. Más tarde, una investigación demostrará que el caso de Isidoro no era ni mucho menos aislado, pues los directivos de la S.A.B. habían organizado una verdadera persecución contra las misiones católicas. La consigna era impedir, por todos los medios, que los empleados africanos llevasen consigo un escapulario o un rosario.

Poco después, Van Cauter ordena a Isidoro que deje de difundir «las bazofias aprendidas con los padres», y añade: «¡Ya no quiero cristianos aquí! ¿Entendido?». Luego, arrancando el escapulario del cuello del joven, se lo lanza a su perro. Después, él mismo va en busca de un chicote de piel de elefante que lleva incorporados dos clavos y manda azotar a Isidoro hasta hacerlo sangrar. En un primer momento, los empleados encargados de ese cometido no quieren obedecer, pero, ante la amenaza de recibir el mismo suplicio, acaban sometiéndose mientras Van Cauter golpea a Isidoro a patadas. A pesar de todo, el joven cristiano continúa manifestando libre y abiertamente su fe, retirándose para rezar el Rosario y para meditar, ya sea solo o en compañía de algunos obreros deseosos de aprender el catecismo. Un día, durante una pausa, Van Cauter lo ve en actitud de rezar. Furioso, ordena fustigarlo en el acto. Isidoro recibe numerosos golpes de un látigo de piel de hipopótamo provisto de clavos, que le arrancan la piel y le cortan la carne. (Con motivo del proceso de beatificación, en 1913, los testigos hablarán de, al menos, doscientos golpes). A continuación, es arrastrado inconsciente hasta la prisión, donde permanece durante cuatro días, sin recibir curas ni alimentos, con los pies apretados en dos anillas metálicas cerradas con un candado y unidas a un enorme peso.

¿Qué has hecho?

En aquel momento, se anuncia en Ikili la noticia de la llegada de un inspector de la S.A.B. Aterrorizado, Van Cauter manda que trasladen a Isidoro a Isako para ocultarlo. Pero Isidoro escapa del verdugo, siendo descubierto muy pronto por un africano que lo conduce a su propio poblado. Allí lo encuentra un geólogo alemán empleado de la S.A.B, el doctor Dörpinghaus, quien intenta curarlo. El cuerpo de Isidoro no es más que una llaga; sus huesos, que están a vista, le provocan un enorme sufrimiento. «Vi a un hombre –testificará Dörpinghaus– con la espalda labrada de profundas llagas… ayudándose de dos bastones para acercarse a mí, reptando más que caminando. Interrogué al desdichado: “¿Qué has hecho para merecer semejante castigo?”. Me respondió que, como catequista de la misión católica de los trapenses de Bamanya, había querido convertir a los trabajadores de la factoría, y que por ello el blanco le había mandado azotar con una pesada fusta provista de clavos puntiagudos».

Sin embargo, la infección resultaba irreversible, declarándose una septicemia, por lo que llevan a Isidoro a casa de un primo, a Busira, para ser curado. Los días 24 y 25 de julio, dos padres trapenses acuden a administrarle los últimos sacramentos: Confesión, Unción de los enfermos y Comunión. Isidoro perdona a sus verdugos y reza por ellos. «Padre –dice a uno de los misioneros–, no estoy enfadado. El blanco me ha golpeado, pero es asunto suyo. Él sabrá lo que hace. En el Cielo rezaré por él, claro». El 15 de agosto, los cristianos del lugar se reúnen ante la casa donde yace el moribundo; éste resplandece de gozo de poder unirse a la comunidad para alabar a María en el misterio de su Asunción al Cielo. Ante el asombro de todos, se levanta y da algunos pasos, en silencio, con el rosario en la mano; luego, se vuelve a acostar, entra en agonía y se apaga, llevando en el cuello el escapulario.

El 7 de junio de 1919, sus restos se trasladan a la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción de Bokote. El 24 de abril de 1994, durante la asamblea especial del sínodo de los obispos para África, el Papa Juan Pablo II beatifica a Isidoro Bakanja, que será proclamado patrono de los laicos de la República Democrática del Congo en 1999.


BEATO CARLOS DE FOUCAULD


Sus orígenes e itinerario. Charles de Foucauld es una de las personalidades más apasionantes de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. El joven que pierde muy temprano su hábitat familiar (queda huérfano de sus padres a los seis años), acompañado por el prestigio de un título nobiliario y de una sociedad que propicia sus devaneos, se rebela y manifiesta su carácter trasgresor lanzándose a la aventura. La de mayor relieve y seriedad es la travesía del desierto en Marruecos, empeñado en estudios de alto nivel científico, oportunamente publicados. A su regreso, curtido física y espiritualmente, como efecto de un año de constantes peligros y de recopilación de datos para la investigación, comienza un misterioso itinerario de retorno a la fe. El joven Carlos de Foucauld, apasionado e idealista, había perdido la fe religiosa recibida de su familia y practicada en su niñez. En ese misterioso recodo de su camino de regreso se encuentra con lo mejor de su católica familia. Me refiero a su prima, la Señora María de Bondy, provista de una excepcional espiritualidad. Carlos, de la mano de ella y su familia, comienza a respirar otro clima espiritual. Un sacerdote, el Padre Huvelin, vicario de la Parroquia San Agustín de Paris, lo recibe cordialmente. Las entrevistas de de Foucauld con el Vicario se repiten. Asiste a la Misa celebrada por él y escucha con creciente interés su excelente prédica. Innumerables cuestionamientos aparecen en los diálogos informales de ambos. El P. Huvelin responde pacientemente a todos ellos. Al cabo de algunos meses, en vísperas de la Navidad de 1886, el perspicaz sacerdote sorprende a su incansable cuestionador: “Amigo mío, usted ya no tiene dudas, necesita arrodillarse y confesar sus pecados…” Aquel hombre joven y engreído cayó en tierra, como Saulo en Damasco, y al confesar sus culpas de muchos años, comprueba que su fe olvidada reaparece con misteriosa y definitiva fuerza. Entonces, y bajo la sabia y santa dirección de Huvelin, inicia un derrotero espiritual que lo lleva a la santidad.


Encuentro y conocimiento de Cristo. Su conversión es a Jesucristo. Huvelin y su prima permanecen en la penumbra, como indicadores de camino, y logran el humilde propósito de ser simples mediaciones. Ya vuelto a la fe se deja atraer por Cristo, el Dios hecho pequeño hasta una impensable situación de pobreza y abyección. Desde el primer instante se propone ir en pos de Jesús y alojarse espiritualmente en Nazaret, junto a María y a José. Así busca el silencio de la Trapa y se inicia como monje austero y observante; estudia teología y se prepara, por obediencia, a recibir las sagradas Órdenes. Su corazón inquieto busca una mayor identificación con Jesucristo en el “anonadamiento” de la Encarnación, en el silencio y el anonimato de la vida oculta en Nazaret. Orientado por un sabio sacerdote trapense y por su director espiritual, el P. Huvelin, decide viajar a Jerusalén e instalarse como jardinero del Monasterio de las monjas clarisas, habitando una pobrísima ermita. Mientras tanto intensifica su búsqueda hasta decidir trasladarse definitivamente al desierto para iniciar una vida oculta en la contemplación silenciosa de Cristo pobre e inmolado. Su director espiritual y sus amigos le recomiendan que, para centrar su vida contemplativa en la Presencia eucarística -en medio del desierto- como era su principal anhelo, debe recibir la Ordenación sacerdotal.



Sacerdote y contemplativo. Ordenado sacerdote, construye su pequeño Convento y Capilla, e inicia un proceso de identificación con Cristo oculto y presente, pobre y ofrecido por la salvación de los hombres. Alentado por la epistolar dirección del P. Huvelin avanza rápidamente en su conocimiento del Misterio de la Cruz, al mejor estilo paulino. Sin duda, a Cristo se lo conoce únicamente amándolo. La contemplación, que insume casi todas las horas de su jornada monacal, es puro amor. Para ello se aventura - el P. de Foucauld siempre se aventura - en la noche oscura de la fe y se ambienta en ella. Aunque acepta la Ordenación sacerdotal en vista a la Eucaristía, su espiritualidad, teológicamente bien fundada, se proyecta en un servicio incansable a la Iglesia de Cristo y al mundo árabe. No le es lícito ocultar los dones de la gracia a los innumerables necesitados que acuden a él (hasta cien por día). Su seguimiento de Cristo, “Pan bajado del cielo”, lo hace el más humilde servidor, capaz de darlo todo - hasta su amada soledad - por los muchos heridos postrados al borde de su camino a la santidad. En ellos está Cristo, aunque de distinta manera, tan real como en su humilde Sagrario. No puede permanecer en una beatífica adoración mientras los pobres golpean la puerta de su Oratorio. Tampoco puede identificarlos, como presencia de Cristo, sin reconocerlo y adorarlo largamente en la soledad de la sagrada Reserva.



Su espiritualidad. Se oculta en Nazaret, compartiendo la vida familiar de Jesús, entre María y José, y sale a los caminos a socorrer a quienes están heridos de muerte por causa del pecado y de la incredulidad. Pero, esos “caminos” pasan por su casa, impregnan su clausura y reclaman mucho de su tiempo. El sacerdocio recibido, no sólo prolonga la presencia eucarística, también cura las llagas de la Iglesia y la conduce al logro de su vocación a la santidad. Así ama a Cristo, se sumerge en su ocultamiento de Nazaret y se atreve a seguirlo hasta la cruz. Su espiritualidad se nutre del Misterio de Cristo -Dios y Hombre- como lo hiciera el Apóstol Pablo. De esa manera aprende lo que enseña y, dócil a las indicaciones del P. Huvelin, pone por escrito lo que descubre en sus prolongadas meditaciones. Como los Apóstoles, Carlos de Foucauld, advierte que su amor a Cristo es la clave de la perfección apostólica. Lo sigue apasionadamente en la obediencia al Padre y, mediante el generoso olvido de sí, se despoja de lo propio para revestirse de Cristo pobre y fiel hasta la muerte. Su espiritualidad consiste en la renuncia a ser algo lejos de su Maestro y Señor. San Pablo, antes que Carlos, llega a no desear nada sino a “Cristo crucificado”.



Jesús pobre y oculto en Nazaret. Por lo tanto, la meta final de su vida no es la práctica de las virtudes sino Jesucristo. No le interesa ni entusiasma, como en otros tiempos, el cultivo de la ciencia o la aventura en los senderos peligrosos de Marruecos. Su vida es Cristo. Lo busca y lo encuentra, internándose en la densa noche de la fe, tanto en la Escritura como en la celebración y adoración de la Eucaristía; como consecuencia lo sirve incondicionalmente en sus hermanos más pobres. Su vida silenciosa y fecunda se sostiene y desarrolla en la contemplación. La vida nazarena de Jesús atrae su exclusiva atención y decide permanecer en ella adoptando sus rasgos distintivos. Así escribe en noviembre de 1897, en forma de oración: “Busco una vida conforme a la tuya, en la que pueda participar de tu abatimiento, de tu pobreza, de tu humilde trabajo, de tu enterramiento”. Al modo de Pablo, que se pone en seguimiento de Cristo crucificado, y no quiere conocerlo de otra manera, Carlos lo prefiere en la estrechez, en el silencio y en la pobreza del Hogar de Nazaret, junto a María y a José. Seres como él viven en la penumbra, por elección amorosa, pero no pueden permanecer siempre en la penumbra. Padeciéndola como una cruz, en la que acaban muriendo, atraen la mirada de la historia y, a su debido tiempo, de la Iglesia. Ciertamente. la santidad de sus hijos es el regocijo de la Iglesia, como los pecados de otros hijos suyos causan sus mayores tribulaciones.



“El último lugar”. El P. Huvelin acuñó una frase que constituye un programa de vida para Carlos de Foucauld: “Tú, Señor, escogiste de tal manera el último lugar que nadie jamás podrá arrebatártelo”. Ese deseo incontenible de ocultarse, de buscar con Jesús “el último lugar”, trae aparejado el cumplimiento de la sentenciosa expresión de Jesús: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La santidad hace absolutamente honestas a las personas. El santo busca estar con su Maestro en ese último lugar que nadie apetece. Se queda allí, sufriendo en silencio, dejándose crucificar. Lo decide por amor a Quien ha llegado a “anonadarse” por amor suyo. El Padre de Foucauld es un enamorado de Cristo. Sigue sus huellas, estudia sus palabras, se deja conmover por sus gestos y lo contempla largamente en la Sagrada Hostia y en la Cruz. Como sacerdote se hace Eucaristía para sus hermanos y gusta, en silencio, el sabor del martirio. No es un simple asceta, no lo pretende, se humilla con su Señor humillado, se deja consumir por la obediencia al Padre, formulando su conocida y bella oración: “Mi Padre, yo me abandono en ti, haz de mi lo que tú quieras. Lo que hagas de mi, te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, acepto todo. No deseo otra cosa, mi Dios, sino el cumplimiento de tu voluntad en mí y en todas tus criaturas. Pongo mi alma entre tus manos. Yo te la doy, mi Dios, con todo el amor de mi corazón, porque te amo y es una necesidad de mi amor darme, ponerme entre tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre”. Sin buscarlo, abre un camino que conduce a la santidad sacerdotal y a su fecundidad apostólica. Con su beatificación es propuesto como modelo para el sacerdote actual. No es el caso de una copia mimética sino de captar la esencia de su santidad: el amor, que lo hace fiel discípulo de Jesucristo. Me permito transcribir un párrafo de su diario (17 de mayo de 1904): “Silenciosa, secretamente, como Jesús en Nazaret, oscuramente como Él, pasar desconocido sobre la tierra, como un viajero en la noche, pobre, laboriosa y humildemente, haciendo bien como Él… desarmado y mudo ante la injusticia como Él; dejándome, como el Cordero divino, trasquilar e inmolar sin resistir ni hablar; imitando en todo a Jesús en Nazaret y a Jesús sobre la cruz”.



Como su Maestro. El prestigio espiritual, del todo extraordinario, que lo sobrevive no es imaginado por él, pobre “hermanito de Jesús”. Permanece, hasta su inexplicable muerte (1 de diciembre de 1916), en el espacio oculto y olvidado de su Nazaret. Quiere ser como su Maestro por una sola razón: “Yo amo a Nuestro Señor Jesucristo, aunque con un corazón que quisiera amar más y mejor; pero, en fin, lo amo, y no puedo llevar vida diferente a la suya, una vida suave y honrada, cuando la suya fue la más dura y desdeñada que jamás existiera”. (Carta a H. Duveyrier, 24 de abril 1890) Es la lección principal que dicta a sus hermanos sacerdotes de todos los tiempos y condiciones. Sin un amor a Jesucristo, como el suyo, es imposible ser felices en el ejercicio del ministerio sacerdotal. La alegría de los santos no es una mueca incolora; procede de la conciencia creyente de vivir en plenitud. El amor a Cristo, que declara el Padre Carlos de Foucauld, es la vertiente de la que bebe la Vida que lo hace feliz. Descubre el secreto de la felicidad, aún por senderos que parecen contradecirla, como son los de la pobreza, del silencio, del ocultamiento y de la muerte injusta y sin relieve. Es imposible volcar en pocos párrafos la riqueza que el Beato Carlos de Foucauld despliega en la coherencia de su vida y en sus humildes y numerosas notas espirituales. Su mensaje es claro e inconfundible.



Punto final. “Tres semanas después de la muerte de Fray Carlos (Charles de Foucauld), se hallará, a unos metros del lugar donde fue asesinado, su pobre custodia, con la Hostia, casi enteramente recubierta de arena. Séanos permitido ver en el sencillo hecho de esa custodia sin valor que se arroja a un lado durante un saqueo, una imagen exacta de toda la vida y muerte de Fray Carlos de Jesús. Como la Hostia, en la que su fe veía el anuncio de salud de muchas almas -¡definición admirable de la Eucaristía!- , como Jesús, a quien deseó apasionadamente imitar, Fray Carlos quedó sepultado como el grano en la tierra. Su muerte, como toda su vida, de la que fue tan exacto signo, preparaba vivaces germinaciones”. (Último párrafo del libro de J. Francois Six)


Exposición de monseñor Domingo S. Castagna,
arzobispo emérito de Corrientes
                                                                                            http://dscastagna.com.ar/