Los cinéfilos estamos de enhorabuena, pues para conmemorar el vigésimo aniversario de El señor de los anillos, esta trilogía está siendo repuesta por los cines de nuestro país. La semana pasada tuvimos la suerte de ver La comunidad del anillo; esta, veremos Las dos torres, y la que viene, El retorno del rey. Por desgracia, no se trata de las versiones extendidas de cada uno de los filmes, sino de aquellas que se estrenaron hace ya dos décadas. No obstante, continúa siendo un espectáculo digno de admirar, y probablemente la mejor excusa para volver a pisar una sala de proyecciones.
A estas alturas, dudo mucho que alguien ignore el argumento del filme (a partir de ahora, hablaremos de esta trilogía como si de un solo largometraje se tratase, pues sin duda fue rodada con esa intención), pero por si acaso, haremos mención a él. Y es que El señor de los anillos narra la caída de la Tierra Media en las tinieblas, pues el maligno Sauron ha regresado de la oscuridad para adueñarse de ella. Para cumplir con este objetivo, cuenta con un anillo de poder, que está perdido en alguna parte y que él quiere recuperar. De este modo, solo podrá ser vencido si la susodicha sortija es arrojada al mismo lugar donde se forjó: el monte del Destino. Frodo Bolsón, heredero de Bilbo, será el encargado de hacerlo.
Lo que más me sorprende de esta saga es lo bien adaptada al cine que está. Ya hubo una versión animada –francamente buena–, que sin embargo solo raspó la superficie de la obra de Tolkien. Y es que es muy difícil reflejar en imágenes la épica que nos legó este último, su autor. Ciertamente, la película tiene muchas licencias y muchas ausencias (la más sonada, la de Tom Bombadil, que ni siquiera aparece en la versión extendida del filme), pero la esencia del libro se mantiene intacta (cosa que no ocurría del todo en la versión animada). Y esa esencia es el aroma católico que subyace tras la obra y que el filme ha respetado en su integridad.
Así es, Tolkien aseveró una y otra vez que El señor de los anillos era un libro esencialmente religioso y especialmente católico, y que nadie lo entendería por completo si ignoraba los rudimentos de esta fe, que era la suya (de este modo se lo explicó a su confesor, y nunca se apeó de esta opinión, pese a que en la actualidad se le quiera dar a la obra una lectura arreligiosa). A la verdad, no podemos ver en ella una alegoría explícita del catolicismo –como sí hiciera su amigo Lewis en Las crónicas de Narnia respecto del anglicanismo–, pero podemos percibir la fragancia que recorre todas sus páginas (y por ende, toda la película). De esta manera, si Lewis identificaba a cada personaje de sus libros con un protagonista de la historia sagrada (v.gr., Aslan con Cristo, Peter Pevensie con san Pedro o el príncipe Caspian con el rey de Inglaterra –recordemos que el jefe de la Iglesia anglicana es el monarca inglés–), Tolkien impregna su obra con el perfume católico, pero no alegoriza con sus personajes[1].
Solo hay dos elementos que quizás sean manifiestamente alegóricos y que la película ha sabido recoger a la perfección (incluso en algunos aspectos, mejorar respecto de su fundamento literario): Sauron y el anillo. De este modo, el primero representa la encarnación del mal absoluto –es decir, del diablo–, mientras que el segundo simboliza su acción en el mundo (ciertamente, Tolkien especificó en El Silmarillion que Melkor está por encima de Sauron, y por tanto es descrito por él como un ángel caído; sin embargo, como la cinta solo pretende adaptar El señor de los anillos y no toda la mitología creada por el escritor, le atribuye todo el mal del que era capaz aquel, que es un émulo del mismísimo Satanás –por eso hemos indicado que la película incluso mejora algunos aspectos del libro–).
De los dos, me fascina sobre todo la importancia del anillo, que es una alegoría perfecta de la tentación y el pecado, las armas del diablo. Y es que este, como sabemos gracias a la Biblia, sembró la discordia en el mundo por envidia del hombre y el odio a Dios. Y lo hizo mediante la debilidad del primero, a quien le sugirió que triunfaría sobre el segundo si le obedecía y comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. De este modo, el anillo simboliza esa sugerencia constante por parte del demonio, que tienta al ser humano con un poder sobre Dios que realmente nunca obtendrá (recordemos la explícita queja de Elrond en La comunidad del anillo respecto de la debilidad de los hombres frente a la tentación).
Como ejemplo de ellos, hay varios a lo largo de la trilogía, pero centrémonos en dos: Boromir y Gollum. Boromir quiere la sortija para vencer la batalla que su padre está encarando en Gondor contra Sauron, y al final de La comunidad del anillo, vemos cómo es tentado tan fuertemente que incluso quiere arrebatársela de las manos a Frodo, pese a que este le advierte que no vencerá en dicha guerra; Gollum ama tanto el anillo que lo busca sin cesar, pues se ha esclavizado a él y no puede vivir sin tenerlo[2]. En ambos casos, el demonio los ha seducido con su sugestión y los ha aherrojado a él, para que sean sus siervos contra la bondad de Dios. Porque ese es el empeño de Satanás (o de Sauron): la destrucción de lo bueno mediante la colaboración del hombre, siempre débil a sus insinuaciones.
La debilidad es clave para comprender la obra de Tolkien (y por ende, la película), pues el pecado es visto como el fruto de esa carencia ante la tentación: Boromir cree realmente que podrá vencer a Sauron en Gondor; Gollum se ha dejado vencer por el mal. Por eso el escritor no juzga a sus personajes, sino que se compadece de ellos, pues quieren ser buenos, pero el mal –disfrazado de bien– se les presenta como la solución a sus problemas…, y quieren aferrarse a él. La máxima conmiseración es demostrada por Frodo respecto a Gollum, pues ve que este es el más débil de todos los personajes –no el más malo (ese, solo es Sauron), sino el más débil– y que, por tanto, no ha sido capaz de vencer el mal cuando se le ha presentado, y se ha sometido a él casi sin darse cuenta.
¿Y qué pasa con Saruman? Tolkien aseguró en más de una ocasión que se inspiró en los sacerdotes para crear a los magos (esto es evidente en Gandalf, que guía y protege a la comunidad en su lucha contra Sauron –como el párroco, que conduce a su pueblo en su pugna contra el maligno–), pero que estos también son tentados por el mal, ¡y mucho más que cualquier hombre! El motivo es que su caída arrastra consigo a multitud de personas, pues es un referente para la colectividad cristiana. De ahí que el otrora mago blanco se haya dejado seducir hasta tal punto por el poder de Sauron que hasta colabora con él en la destrucción de la Tierra Media (esos orcos negros que él atrae sobre el mundo son un símbolo explícito de los demonios a los que el pastor asalariado deja entrar en la creación de Dios y contra los hombres).
Así pues, estamos ante una verdadera obra maestra del cine católico. Y ahora tenemos la suerte de volver a verla en el cine. Tal vez se trate de la última gran cinta épica de la historia del celuloide (incluyo en el grueso la trilogía de El hobbit, que pese al gran número de detractores que tiene, también refleja muy bien el aroma cristiano del libro de Tolkien), por lo que es una oportunidad única para disfrutar de ella nuevamente en pantalla grande. Yo mismo, que soy sacerdote, cada vez que la veo –y el sábado pasado fue la última vez–, me animo a vivir con más firmeza mi fe y a ejercer con mayor empeño mi sacerdocio. Y es que Dios me ha concedido unos años aquí en la tierra para serle fiel –y no sé cuántos serán–, por lo que, como diría el mago Gandalf, «todo lo que tenemos que decidir es qué hacer con el tiempo que se nos da».
[1] Salvo honrosas excepciones, como Aragorn, que es una metáfora explícita de Jesucristo –en la novela cura milagrosamente con sus manos–, y la dama Galadriel, que es una representación nada disimulada de la Virgen María.
[2] Y ama tanto el anillo –su propio pecado– que al final se verá arrastrado por él a las llamas del monte del Destino (el infierno).
Padre José María Pérez Chaves