Este es uno de los grandes preceptos del Señor: el que sus discípulos sacudan como el polvo todo lo que es terrestre, para dejarse llevar por un gran impulso hacia el cielo. Él nos exhorta a vencer el sueño, a buscar las realidades de arriba (Col 3:1), a mantener sin cesar nuestro espíritu alerta, a expulsar de nuestros ojos el adormecimiento seductor. Me refiero a ese letargo y a esa somnolencia que conducen el hombre al error y le forjan imágenes de sueños: honor, riqueza, poder, grandeza, placer, éxito, ganancia o prestigio.
Para olvidar tales fantasías, el Señor nos pide que superemos ese pesado sueño: no dejemos escapar lo real por una búsqueda desenfrenada de la nada. Él nos llama a que velemos: «Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas» (Lc 12:35). La luz que resplandece nuestros ojos ahuyenta el sueño, el cinturón que ciñe nuestra cintura mantiene nuestro cuerpo alerta, expresa un esfuerzo que no tolera ninguna torpeza.
¡Como el sentido de esta imagen es claro! Ceñir la cintura de templanza, es vivir en la luz de una conciencia pura. La lámpara encendida de la franqueza ilumina el rostro, hace brillar la verdad, mantiene el alma despierta, la hace impermeable a la falsedad y extranjera a la futilidad de nuestros pobres sueños. Vivamos según la exigencia de Cristo y compartiremos la vida de los ángeles. En efecto, es a ellos a quien nos une en su precepto: «sed como ésos que esperan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle en cuanto llegue y llame» (Lc 12:36). Son ellos quienes están sentados cerca de las puertas del cielo, velando, que el Rey de gloria (Sal 23:7) pase a su regreso de la boda.
Sermones sobre el Cántico de los Cánticos, número 11