lunes, 3 de junio de 2024

Carlos Lwanga y compañeros mártires

 


A ellos se unirían en el siglo XIX los mártires ugandeses Carlos Lwanga y sus compañeros. Esta fotografía fue tomada en la misión de Bukumbi en Tanganyika (Mwanza), en septiembre u octubre de 1885. Los 20 futuros mártires fueron a dar la bienvenida y a felicitar al nuevo obispo de Uganda, Mons. Leon Livinhac.

1. Mukasa Kiriwawanvu 2. Andrea Kaggwa (Kahwa) 3. Yozefu Mukasa Balikuddembe 4. Anatori Kiriggwajjo 5. Mbaaga Tuzinde 6. Ponsiano Nngondwe 7. Yakobo Buuzabalyawo 8. Dionizio Ssebuggwawo 9. Atanansi Bazzekuketta 10. Adolfu Mukasa Ludigo 11. Gonzaga Gonza 12. Ambrozio Kibuuka 13. Kaeoli Lwanga 14. Akileo Kiwanuka 15. Bruno Sserunkuma 16. Matia Kalemba Mulumba 17. Luka Baanabakintu 18. Kizito 19. Muggaga 20. Gyaviira

 

Eran jóvenes de edades comprendidas entre los catorce y treinta años que, perteneciendo a la corte de jóvenes nobles o al cuerpo de guardia del rey Mwanga, de Uganda, y siendo neófitos o seguidores de la fe católica, murieron por no ceder a los deseos impuros del monarca. Entre ellos sobresale Carlos Lwanga, jefe de los pajes de la corte, convertido al cristianismo por los Padres Blancos, que con su testimonio de vida y su palabra atrajo a otros a la fe. Ejercía gran autoridad moral sobre los pajes, algunos de los cuales también eran cristianos y otros se preparaban para el bautismo, como el joven Kizito de 14 años.

El rey de Uganda, Mwanga II, que era homosexual, irritado al comprobar que los pajes que habían abrazado el cristianismo, no accedían a sus solicitaciones lujuriosas, emprendió una persecución contra «los que rezan», nombre que dio a los cristianos. Convocó al consejo y mandó llamar a los pajes cristianos. Los conminó a renegar de la fe con el fin de que condescendiesen a la práctica de la sodomía con él. Y ordenó que aquellos que no estuviesen dispuestos a abjurar, diesen un paso adelante. Carlos Lwanga fue el primero en adelantarse y otros le siguieron.

El rey, perplejo, les preguntó: ¿Queréis seguir siendo cristianos?. Los jóvenes respondieron con valentía: «Sí, cristianos hasta la muerte». Mwanga, lleno de ira, ordenó que fuesen conducidos a la cárcel y quemados vivos en la colina de Namugongo. «Pueden quemar nuestros cuerpos pero no nuestras almas», dijo Carlos Lwanga.

carloslwangavertical

En la cárcel, Carlos Lwanga bautizó a los que aún no habían recibido el bautismo, entre ellos el niño Kizito, de 14 años, que demostró gran fortaleza y el joven Mabaga, hijo del jefe de los verdugos. El padre de Mabaga lo visitó, rogándole que apostatara. Mabaga rechazó la propuesta enérgicamente porque prefería el martirio antes que renegar de Cristo.

Unos sesenta kilómetros separaban la colina de Namugongo del palacio real, distancia que los mártires recorrieron a pie. Al llegar al lugar del martirio, fueron atados de pies y manos, y envueltos en esteras de caña, como corderos, fueron colocados sobre el fuego para ser quemados. De sus bocas no salían quejas ni lamentos sino oraciones: «el murmullo de las oraciones fue creciendo a medida que aumentaban los sufrimientos, hasta que las voces cesaron y las víctimas volaron al cielo», relataron testigos oculares.

Carlos Lwanga y sus compañeros fueron beatificados por Benedicto XV en 1920. En 1934 Carlos Lwanga fue declarado patrono de la Acción Católica y de la juventud africana. Y el 18 de octubre de 1964, Pablo VI canonizó a Carlos Lwanga y sus compañeros, fijándose su festividad el 3 de junio.

En el lugar del martirio se ha erigido un grandioso santuario. Pablo VI lo visitó y consagró el altar en julio de 1969, con ocasión de su viaje a Uganda. «Este es el lugar donde la cruz de Cristo brilla con un esplendor especial. Este era un lugar oscuro, pero la luz de Cristo lo hizo brillar con el gran incendio que consumió a san Carlos Lwanga y a sus compañeros. La luz de este holocausto nunca dejará de brillar en África», dijo el Papa.

La Iglesia de África es ahora una de las más florecientes de la cristiandad. La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. 


jueves, 13 de mayo de 2021

El catolicismo en ‘El señor de los anillos’

 Los cinéfilos estamos de enhorabuena, pues para conmemorar el vigésimo aniversario de El señor de los anillos, esta trilogía está siendo repuesta por los cines de nuestro país. La semana pasada tuvimos la suerte de ver La comunidad del anillo; esta, veremos Las dos torres, y la que viene, El retorno del rey. Por desgracia, no se trata de las versiones extendidas de cada uno de los filmes, sino de aquellas que se estrenaron hace ya dos décadas. No obstante, continúa siendo un espectáculo digno de admirar, y probablemente la mejor excusa para volver a pisar una sala de proyecciones.

A estas alturas, dudo mucho que alguien ignore el argumento del filme (a partir de ahora, hablaremos de esta trilogía como si de un solo largometraje se tratase, pues sin duda fue rodada con esa intención), pero por si acaso, haremos mención a él. Y es que El señor de los anillos narra la caída de la Tierra Media en las tinieblas, pues el maligno Sauron ha regresado de la oscuridad para adueñarse de ella. Para cumplir con este objetivo, cuenta con un anillo de poder, que está perdido en alguna parte y que él quiere recuperar. De este modo, solo podrá ser vencido si la susodicha sortija es arrojada al mismo lugar donde se forjó: el monte del Destino. Frodo Bolsón, heredero de Bilbo, será el encargado de hacerlo.

Lo que más me sorprende de esta saga es lo bien adaptada al cine que está. Ya hubo una versión animada –francamente buena–, que sin embargo solo raspó la superficie de la obra de Tolkien. Y es que es muy difícil reflejar en imágenes la épica que nos legó este último, su autor. Ciertamente, la película tiene muchas licencias y muchas ausencias (la más sonada, la de Tom Bombadil, que ni siquiera aparece en la versión extendida del filme), pero la esencia del libro se mantiene intacta (cosa que no ocurría del todo en la versión animada). Y esa esencia es el aroma católico que subyace tras la obra y que el filme ha respetado en su integridad.

Así es, Tolkien aseveró una y otra vez que El señor de los anillos era un libro esencialmente religioso y especialmente católico, y que nadie lo entendería por completo si ignoraba los rudimentos de esta fe, que era la suya (de este modo se lo explicó a su confesor, y nunca se apeó de esta opinión, pese a que en la actualidad se le quiera dar a la obra una lectura arreligiosa). A la verdad, no podemos ver en ella una alegoría explícita del catolicismo –como sí hiciera su amigo Lewis en Las crónicas de Narnia respecto del anglicanismo–, pero podemos percibir la fragancia que recorre todas sus páginas (y por ende, toda la película). De esta manera, si Lewis identificaba a cada personaje de sus libros con un protagonista de la historia sagrada (v.gr., Aslan con Cristo, Peter Pevensie con san Pedro o el príncipe Caspian con el rey de Inglaterra –recordemos que el jefe de la Iglesia anglicana es el monarca inglés–), Tolkien impregna su obra con el perfume católico, pero no alegoriza con sus personajes[1].

Solo hay dos elementos que quizás sean manifiestamente alegóricos y que la película ha sabido recoger a la perfección (incluso en algunos aspectos, mejorar respecto de su fundamento literario): Sauron y el anillo. De este modo, el primero representa la encarnación del mal absoluto –es decir, del diablo–, mientras que el segundo simboliza su acción en el mundo (ciertamente, Tolkien especificó en El Silmarillion que Melkor está por encima de Sauron, y por tanto es descrito por él como un ángel caído; sin embargo, como la cinta solo pretende adaptar El señor de los anillos y no toda la mitología creada por el escritor, le atribuye todo el mal del que era capaz aquel, que es un émulo del mismísimo Satanás –por eso hemos indicado que la película incluso mejora algunos aspectos del libro–).

De los dos, me fascina sobre todo la importancia del anillo, que es una alegoría perfecta de la tentación y el pecado, las armas del diablo. Y es que este, como sabemos gracias a la Biblia, sembró la discordia en el mundo por envidia del hombre y el odio a Dios. Y lo hizo mediante la debilidad del primero, a quien le sugirió que triunfaría sobre el segundo si le obedecía y comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. De este modo, el anillo simboliza esa sugerencia constante por parte del demonio, que tienta al ser humano con un poder sobre Dios que realmente nunca obtendrá (recordemos la explícita queja de Elrond en La comunidad del anillo respecto de la debilidad de los hombres frente a la tentación).

Como ejemplo de ellos, hay varios a lo largo de la trilogía, pero centrémonos en dos: Boromir y Gollum. Boromir quiere la sortija para vencer la batalla que su padre está encarando en Gondor contra Sauron, y al final de La comunidad del anillo, vemos cómo es tentado tan fuertemente que incluso quiere arrebatársela de las manos a Frodo, pese a que este le advierte que no vencerá en dicha guerra; Gollum ama tanto el anillo que lo busca sin cesar, pues se ha esclavizado a él y no puede vivir sin tenerlo[2]. En ambos casos, el demonio los ha seducido con su sugestión y los ha aherrojado a él, para que sean sus siervos contra la bondad de Dios. Porque ese es el empeño de Satanás (o de Sauron): la destrucción de lo bueno mediante la colaboración del hombre, siempre débil a sus insinuaciones.

La debilidad es clave para comprender la obra de Tolkien (y por ende, la película), pues el pecado es visto como el fruto de esa carencia ante la tentación: Boromir cree realmente que podrá vencer a Sauron en Gondor; Gollum se ha dejado vencer por el mal. Por eso el escritor no juzga a sus personajes, sino que se compadece de ellos, pues quieren ser buenos, pero el mal –disfrazado de bien– se les presenta como la solución a sus problemas…, y quieren aferrarse a él. La máxima conmiseración es demostrada por Frodo respecto a Gollum, pues ve que este es el más débil de todos los personajes –no el más malo (ese, solo es Sauron), sino el más débil– y que, por tanto, no ha sido capaz de vencer el mal cuando se le ha presentado, y se ha sometido a él casi sin darse cuenta.

¿Y qué pasa con Saruman? Tolkien aseguró en más de una ocasión que se inspiró en los sacerdotes para crear a los magos (esto es evidente en Gandalf, que guía y protege a la comunidad en su lucha contra Sauron –como el párroco, que conduce a su pueblo en su pugna contra el maligno–), pero que estos también son tentados por el mal, ¡y mucho más que cualquier hombre! El motivo es que su caída arrastra consigo a multitud de personas, pues es un referente para la colectividad cristiana. De ahí que el otrora mago blanco se haya dejado seducir hasta tal punto por el poder de Sauron que hasta colabora con él en la destrucción de la Tierra Media (esos orcos negros que él atrae sobre el mundo son un símbolo explícito de los demonios a los que el pastor asalariado deja entrar en la creación de Dios y contra los hombres).

Así pues, estamos ante una verdadera obra maestra del cine católico. Y ahora tenemos la suerte de volver a verla en el cine. Tal vez se trate de la última gran cinta épica de la historia del celuloide (incluyo en el grueso la trilogía de El hobbit, que pese al gran número de detractores que tiene, también refleja muy bien el aroma cristiano del libro de Tolkien), por lo que es una oportunidad única para disfrutar de ella nuevamente en pantalla grande. Yo mismo, que soy sacerdote, cada vez que la veo –y el sábado pasado fue la última vez–, me animo a vivir con más firmeza mi fe y a ejercer con mayor empeño mi sacerdocio. Y es que Dios me ha concedido unos años aquí en la tierra para serle fiel –y no sé cuántos serán–, por lo que, como diría el mago Gandalf, «todo lo que tenemos que decidir es qué hacer con el tiempo que se nos da».

[1] Salvo honrosas excepciones, como Aragorn, que es una metáfora explícita de Jesucristo –en la novela cura milagrosamente con sus manos–, y la dama Galadriel, que es una representación nada disimulada de la Virgen María.

[2] Y ama tanto el anillo –su propio pecado– que al final se verá arrastrado por él a las llamas del monte del Destino (el infierno).

Padre José María Pérez Chaves



martes, 26 de mayo de 2020

Fallecen 3 obispos chinos que sufrieron cárcel por su fidelidad a la Iglesia

Perseguidos por el régimen comunista


(zenit – 26 mayo 2020)-. El pasado sábado, 23 de mayo de 2020, el Vaticano informó sobre la muerte de tres obispos católicos de China en los últimos meses.
En concreto, los fallecidos son Mons. Giuseppe Zhu Baoyu (99 años), Mons. Giuseppe Ma Zhongmu (101) y Mons. Andrea Jin Daoyuan (90). Todos ellos fueron perseguidos por la dictadura comunista.
Jornada de Oración por la Iglesia en China
Al día siguiente, domingo 24 de mayo, el Santo Padre recordó a los hermanos católicos de China el domingo, durante el rezo del Regina Coeli, con motivo de la Jornada de Oración por la Iglesia en China.
De este modo, en la fiesta de María Auxiliadora, Francisco encomendó “a la guía y protección de nuestra Madre Celestial” a los pastores y fieles de la Iglesia Católica en el gran país asiático, “para que sean fuertes en la fe y firmes en la unión fraternal, testigos alegres y promotores de caridad fraterna” y, sobre todo, “buenos ciudadanos”, informa Vatican News en español.
A continuación, se ofrecen los datos sobre la vida y los funerales de los tres obispos del citado país asiático.
Mons. Andrea Jin Daoyuan
En la tarde del 20 de noviembre de 2019 falleció Mons. Andrea Jin Daoyuan, obispo “sin jurisdicción” de la Diócesis de Changzhi/Luan, en Shanxi, en China continental.
El prelado nació el 13 de junio de 1929 en la aldea de Beishe, distrito de Lucheng. Fue ordenado sacerdote en Pekín el 1 de julio de 1956. En el grave contexto de la década de 1950, el obispo Andrea Jin fue arrestado y permaneció en prisión durante unos trece años.
Se le recuerda como un pastor devoto y premuroso hacia su pueblo. Se dedicó en particular al ministerio vocacional, ayudando a formar muchos sacerdotes y religiosos. Al mismo tiempo, Mons. Andrea Jin Daoyuan se ocupó personalmente de seguir la construcción de varios edificios religiosos en la diócesis de Changzhi/Luan.
El funeral se celebró el pasado 26 de noviembre, con la participación de la comunidad católica local.
Mons. Giuseppe Ma Zhongmu
A primera hora de la tarde del 23 de marzo de 2020 falleció, a la edad de 101 años, Mons. Giuseppe Ma Zhongmu, obispo emerito de Yinchuan/Ningxia, no reconocido por el Gobierno. Fue el primero, y hasta la fecha el único, obispo de etnia mongola.
Su nombre en madre lengua era Tegusbeleg. En 2005 se retiró a vivir en la zona de la Mongolia interna, precisamente en la aldea de Chengchuan, donde había nacido el 1 de noviembre de 1919 y donde hizo de párroco hasta sus últimos días.
Debido a la gran distancia con los centros urbanos, Mons. Giuseppe Ma Zhongmu inició su formación primaria solo en 1931. Del 1935 al 1947 estudió en el Seminario menor de Sanshenggong, pasando luego al de Hohhot y por último al de Datong.
Fue ordenado sacerdote el 31 de julio de 1947 por Mons. Carlo Van Melchebeke, CICM. Tras algunos años de estudios en la Universidad Fu Ren, cuya sede en aquel entonces estaba en Pekín, llevó a cabo el ministerio pastoral en las parroquias de Zhongwei y de Genchou. Desde 1956 enseñó por un bienio en el Seminario de Hohhot.
En 1958, tras rechazar formar parte de la Asociación Patriótica, fue condenado a un campo de trabajos forzados. Diez años después fue liberado pero obligado a trabajar como obrero en su aldea, en una central de gestión hídrica.
En abril de 1979 fue rehabilitado y pudo reanudar el ministerio sacerdotal. El 8 de noviembre de 1983 fue consagrado Obispo por Mons. Casimiro Wang Milu, por el cuidado pastoral de los fieles étnicos mongoles de Yinchuan/Ningxia.
Durante los años de su ministerio episcopal, el prelado fue apreciado y amado por los fieles de la comunidad mongol, para quienes escribió un Catecismo y otros textos de doctrina en su propio idioma. En 2004, la Congregación para la Evangelización de los Pueblos le envió una cruz pectoral como señal de reconocimiento y comunión.
En 2005 se retiró del gobierno pastoral y, con la ayuda de algunos fieles, se dedicó a traducir el Nuevo Testamento y el Misal Romano al mongol.
La Misa fúnebre de Mons. Giuseppe Ma Zhongmu se celebró el 27 de marzo en el pueblo donde residía, en presencia de Mons. Paolo Meng Qinglu, obispo de Hohhot, y otros dos sacerdotes. La presencia de otros sacerdotes y fieles no estaba permitida, debido al riesgo de infección por coronavirus.
Mons. Giuseppe Zhu Baoyu
A primera hora de la mañana del 7 de mayo de 2020 falleció, a la edad de 99 años, Mons. Giuseppe Zhu Baoyu, Obispo emérito de Nanyang, en Henan. Su muerte tuvo lugar en el convento de las Hermanas de la Congregación diocesana de la Inmaculada Concepción, con las cuales vivía y rezaba, impartiéndoles cada tarde la bendición.
Mons. Giuseppe Zhu Baoyu nació el 2 de julio de 1921 en Pushan, en Henan. Habiendo perdido a su padre a la edad de 6 años, su madre lo confió al orfanato católico en Jingang. Dos años después recibió el Bautismo junto con su madre.
Asistió a la escuela primaria en el Colegio Simeone Volonteri, en el mismo complejo católico. Luego ingresó al Seminario Menor del Sagrado Corazón y continuó asistiendo a la escuela secundaria en el mismo centro. Desde 1946 estudió Filosofía y Teología en el Seminario Regional de la arquidiócesis de Kaifeng.
Fue ordenado sacerdote en 1957 por Mons. Pietro Fan Xueyan, obispo de Baoding. Después de la ordenación llevó a cabo el ministerio sacerdotal en varias iglesias en la Diócesis de Nanyang. De 1964 a 1967 fue sentenciado a trabajos forzados debido a su fe.
Más tarde se le permitió regresar a su ciudad natal, Pushan, donde ejerció su ministerio en secreto. En 1981 fue nuevamente sentenciado a diez años de trabajos forzados como antirrevolucionario.
Liberado en 1988, pudo reanudar el ministerio en varias parroquias. El 19 de marzo de 1995, fiesta de san José, fue ordenado Obispo Coadjutor de Nanyang por Mons Jin Dechen, obispo diocesano, que tiene como co-consejeros a Mons. Zhang Huaixin y Mons. Shi Jingxian. Asumió el cargo de Mons. Dechen como pastor de la Diócesis el 23 de noviembre de 2002.
Debido a su avanzada edad, en 2010 presentó su renuncia a la Sede Apostólica. Por su salud, se retiró primero a un hospicio para ancianos en Jinggang, luego a la catedral y, finalmente, a las Hermanas de la Inmaculada Concepción, donde murió. El pasado mes de febrero había sido hospitalizado por haberse contagiado por el coronavirus, del cual, sin embargo, se curó.
Su funeral se celebró en Jinggang el 9 de mayo de 2020. La diócesis de Nanyang tiene hoy alrededor de veinte mil católicos, unos veinte sacerdotes y unas cien religiosas.

domingo, 5 de abril de 2020

“¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” María, madre de los creyentes. Cantalamessa.

“¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” María, madre de los creyentes
 Cuarta predicación, Cuaresma 2020
 P. Raniero Cantalamessa, OFMCap
Traducción de Pablo Cervera Barranco
 1. «Todos hemos nacido allí»
Continuamos y concluimos nuestra contemplación de María en el misterio pascual. El objeto de nuestra reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba: «Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio» (Jn 19,26-27).
En Adviento, al terminar nuestras consideraciones sobre María en el misterio de la Encarnación, hemos contemplado a María como Madre de Dios, ahora al finalizar nuestras reflexiones sobre María en el Misterio pascual, la contemplamos como Madre de los cristianos, como Madre nuestra.
Debemos precisar en seguida que no se trata de dos títulos ni de dos verdades que haya que poner en el mismo nivel. «Madre de Dios» es un título definido solemnemente; se basa en una maternidad real, no sólo espiritual; tiene una relación estrechísima, más aún, necesaria con la verdad central de nuestra fe, que Jesús es Dios y hombre en la misma persona; y es, finalmente, un título universalmente acogido en la Iglesia. «Madre de los creyentes», o «Madre nuestra» indica una maternidad espiritual: tiene una relación menos estrecha con la verdad central del credo; no se puede decir que el cristianismo lo haya mantenido «en todas partes, siempre y por todos», sino que refleja la doctrina y la piedad de algunas Iglesias, en particular de la Iglesia católica, aunque, como veremos, no sólo en ella.
San Agustín nos ayuda a captar rápidamente la semejanza y la diferencia entre las dos maternidades de María. Escribe: «María, corporalmente, es solo madre de Cristo, mientras que espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad de Dios, es su hermana y madre. Ella no fue madre en el espíritu de la Cabeza que es el mismo Salvador, del cual más bien nació espiritualmente, pero ciertamente lo es de los miembros que somos nosotros, porque cooperó, con su caridad, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de esa Cabeza»[1].
En esta meditación, nuestro objetivo quisiera ser el de ver toda la riqueza que hay detrás de este título y el don de Cristo que contiene, de modo que nos sirva, no solo para honrar a María con un título más, sino para edificarnos en la fe y crecer en la imitación de Cristo.
También la maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús, se realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos momentos: nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá en el momento mismo de su llamada, en la Anunciación, y ciertamente después, a medida que Jesús avanzaba en su misión— empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona privada, sino que era el Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.
Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente, también por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis de la «Mujer encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).
Aunque esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz al hombre nuevo y al mundo nuevo, María está involucrada igualmente en primera persona, como el inicio y la representante de aquella comunidad creyente. Ese acercamiento entre María y la figura de la Mujer ha sido acogido pronto por la Iglesia. San Ireneo (discípulo de san Policarpo, ¡a su vez discípulo de Juan!), ve en María a la nueva Eva, la nueva «madre de todos los vivientes»[2].
Pero dirijámonos ahora al texto de Juan, para ver si contiene ya algo de lo que estamos diciendo. Las palabras de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» tienen ciertamente un significado inmediato y concreto. Jesús confía María a Juan y Juan a María.
Sin embargo, esto no agota el significado de la escena. La exégesis moderna, habiendo hecho progresos enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y por lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra. Para Juan, el momento de la muerte es el momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al cumplimiento de las Escrituras.
Dado este contexto, es más un forzamiento hecho al texto el no ver allí más que un significado privado y personal, que el ver, con la exégesis tradicional, también un significado más universal y eclesial, vinculado, de alguna manera, a la figura de la «mujer» del Génesis 3,15 y del Apocalipsis 12. Este significado eclesial es que el discípulo no representa aquí solo a Juan, sino al discípulo de Jesús en cuanto tal, es decir a todos los discípulos. Ellos son dados a María como hijos suyos por parte de Jesús moribundo, del mismo modo que María es dada a ellos como madre suya.
Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en cambio, a veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de Jesús moribundo a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo»…, Jesús hacía del pan su cuerpo, así, teniendo en cuenta las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús constituye a María como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva maternidad de María, sino que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la Palabra de Dios; no se basa en el mérito, sino en la gracia.
Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos, recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu. Un salmo, que la liturgia aplica a María, dice: «Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que me reconocen; también filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Y de Sión se dirá: “Esta ha nacido allí» (Sal 87,2s). Es verdad: ¡todos hemos nacido allí! Se dirá también de María, la nueva Sión: tanto uno como otro han nacido en ella. De mí, de ti, de cada uno, incluso de quienes no lo saben todavía, en el libro de Dios, está escrito: «Este ha nacido allí».
Pero, ¿no hemos «vuelto a nacer por la Palabra de Dios viva y eterna» (cf. 1 Pe 1,23)?; ¿no fuimos «engendrados por Dios» (Jn 1,13)? ¿Renacidos «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5)? Es verdad, pero eso no quita que, en un sentido diferente, subordinado e instrumental, hemos nacido también de la fe y del sufrimiento de María. Si Pablo, que es un siervo y un apóstol de Cristo, puede decir a sus fieles: «Yo os engendré para Cristo cuando os anuncié la Buena Noticia» (1 Cor 4,15), ¡cuánto más puede decirlo María, que es la madre! ¿Quién, más que ella, puede hacer suyas las palabras del Apóstol: «Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto» (Gál 4,19)? Ella nos da a luz «de nuevo» al pie de la cruz, porque ya lo ha hecho una primera vez, no en el dolor, sino en la alegría, cuando dio al mundo justamente aquella «Palabra viva y eterna», que es Cristo, en la cual fuimos regenerados.
Por tanto, como habíamos aplicado a María al pie de la cruz el canto de lamentación de la Sión destruida, que bebió el cáliz de la ira divina, así ahora, llenos de confianza en las potencialidades y riquezas inagotables de la Palabra de Dios, que van más allá de los esquemas exegéticos, nosotros aplicamos a ella también el canto de la Sión reedificada después del exilio que, llena de estupor, mirando a sus nuevos hijos, exclama: «¿Quién me engendró a éstos? Yo que carecía de hijos y estéril, ¿quién los ha criado?» (Is 49,21).
2. La síntesis mariana del Concilio Vaticano II
La doctrina tradicional católica de María, Madre de los cristianos, recibió una nueva formulación en la constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, donde se inserta en el cuadro más amplio, respecto del lugar de María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo.
«La Santísima Virgen —se lee— predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia»[3].
El Concilio mismo se preocupa de precisar el sentido de esta maternidad de María, diciendo: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta»[4].
Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para ilustrar el papel de María, es la de modelo o figura: «La Virgen Santísima —se lee—, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo»[5].
La novedad más grande de este tratado sobre la Virgen consiste, como se sabe, exactamente en el lugar en el cual ella se inserta, es decir, en el tratado sobre la Iglesia. Con esto, el Concilio —no sin sufrimientos y laceraciones, como es inevitable en estos casos— llevaba adelante una profunda renovación de la mariología, respecto a la de los últimos siglos. El discurso sobre María ya no está separado, como si ella ocupase una posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido al ámbito de la Iglesia como estaba en la época de los Padres.
María es vista, como decía san Agustín, como el miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de ella, no externo o superior a ella: «Santa es María, dichosa es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, pero, sin embargo, un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda, más importante que un miembro, es el cuerpo»[6].
En seguida después del Concilio, Pablo VI desarrolló ulteriormente la idea de la maternidad de María hacia los creyentes, atribuyéndole, explícita y solemnemente, el título de Madre de la Iglesia: "Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima «Madre de la Iglesia», es decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosísima; y queremos que con dicho dulcísimo título, de ahora en adelante, la Virgen sea todavía más honrada e invocada por todo el pueblo cristiano"[7].
3. «Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
Sin embargo, ha llegado el momento de pasar de la contemplación de un título o momento de la vida de María a su imitación práctica; es decir, de considerar a María en su aspecto de figura y espejo de la Iglesia. La aplicación es simple: debemos imitar a Juan, tomando a María con nosotros en nuestra vida espiritual. Todo está aquí.
«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia). Se piensa bastante poco en lo que contiene esta breve frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da la misma persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en el Cuarto Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía bajo el mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre «el discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue escrita por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al menos por uno que la había conocido y frecuentado.
¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche, a María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus fieles, celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo que Jesús amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización que llevó a la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el secreto que está bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelio y los investigadores de sus fuentes no prestan, por lo general, atención alguna. Él escribe: «Primicia de los Evangelios es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la cabeza sobre el pecho de Jesús ni haya recibido de él a María, como su propia madre»[8].
Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa? Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María. Esto consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para poder cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».
 «Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos ponernos y quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como un laúd en las manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que se tira al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un delicado movimiento de la voluntad, o incluso con alguna palabra breve»[9].
Pero, ¿no se usurpa de este modo el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana, desde el momento en que es por el Espíritu Santo por quien nos debemos «dejar conducir» (cf. Gál 5,18), al que debemos dejar obrar y orar en nosotros (cf. Rom 8,26), para parecernos a Cristo? ¿No está escrito que el cristiano debe hacer todo «en el Espíritu Santo»? Este inconveniente —de atribuir al menos de hecho, tácitamente, a María las funciones propias del Espíritu Santo en la vida cristiana— ha sido reconocido como presente en ciertas formas de devoción mariana anteriores al Concilio[10].
Esto se debía a la falta de una conciencia clara y activa del lugar del Espíritu Santo en la Iglesia. El desarrollo de un fuerte sentido de la pneumatología no lleva, desde ningún punto de vista, a la necesidad de rechazar esta espiritualidad de la entrega en María, sino que sólo clarifica su naturaleza. María es precisamente uno de los medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la semejanza con Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una palabra de Dios en acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe: "El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por ello, cuanto más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más poderoso y dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo"[11].
La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús, encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.
Para entender, recurramos a una analogía desde abajo. Pablo exhorta a sus fieles a mirar lo que hace él y a que ellos hagan también lo que ven que él hace: «Lo que aprendisteis y recibisteis, escuchasteis y visteis en mí ponedlo en práctica» (Flp 4,9). Ahora bien, es cierto que Pablo no intenta ponerse en el lugar del Espíritu Santo; simplemente piensa que imitarlo significa secundar al Espíritu, desde el momento en que piensa que también él tiene al Espíritu de Dios (cf. 1 Cor 7,40). Esto vale a fortiori para María y explica el sentido del programa de Grignion de Montfort de «hacer todo con María y como María». Ella puede decir de verdad como Pablo y más que Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). De hecho, ella es nuestro modelo y maestra precisamente porque es perfecta discípula e imitadora de Cristo.
En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de una posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por innumerables almas.
«La valentía que has manifestado…»
Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual nos es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no escucha nuestras oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace pasar de derrota en derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes alrededor de nosotros y se produce oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando, como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10). Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo hicieron otros: «¡Padre mío, ya no te entiendo, pero confío en ti!»
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.
Dios dijo a Abraham: «Te he constituido padre de multitud de pueblos» (Gén 17,5), y después del sacrificio de Isaac: «Por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tu descendencia… Por tu descendencia se bendecirán todas la naciones de la tierra por haber obedecido mi voz» (Gén 22,16-18). Lo mismo, y mucho más, dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos, madre de mi Iglesia! En tu nombre serán benditas todas las estirpes de la tierra. ¡Todas las generaciones te llamarán bienaventurada!
Uno de los padres de la Reforma, Calvino, al comentar Génesis 12,3, dice que «Abraham no solo será ejemplo e intercesor, sino una causa de bendición»[12]. Esto podría hacer comprensible y aceptable a todos los cristianos la afirmación de san Ireneo: «Igual que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de la muerte para ella y para todo el género humano, así María, al obedecer, se convirtió en causa de salvación (causa salutis) para sí misma y para todo el género humano»[13]. Como Abraham, María no es solo un ejemplo, sino también causa de salvación, aunque, se entiende, de naturaleza instrumental, fruto de la gracia, no del mérito.
Está escrito que cuando Judit volvió entre los suyos, después de haber puesto en riesgo la propia vida por su pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: «Que el Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra… Jamás se olvidará en el corazón de los hombres la valentía que has manifestado» (Jdt 13,18s). Dirigimos las mismas palabras a María: ¡Bendita tú entre las mujeres! ¡La valentía que has manifestado jamás será olvidada en el corazón de los hombres y en el recuerdo de la Iglesia!
Resumimos ahora toda la participación de María en el Misterio Pascual, aplicando a ella, con las debidas diferencias, las palabras con las cuales san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo:     
María, aun siendo la Madre de Dios
no consideró como un tesoro celoso su relación única con Dios,
sino que se despojó a sí misma de toda pretensión,
asumiendo el nombre de sierva
y apareciendo en su exterior como cualquier otra mujer.
Vivió en la humildad y en el escondimiento
obedeciendo a Dios, hasta la muerte de su Hijo,
y una muerte de cruz.
Por esto Dios la exaltó y le dio el nombre
que, después del de Jesús,
está por encima todo otro nombre,
para que al nombre de María toda cabeza se incline:
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua proclame
que María es la Madre del Señor,
para gloria de Dios Padre. ¡Amén!
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco.
[1] San Agustín, La santa virginidad, 5-6: PL 40,399.
[2] San Ireneo, Adversus Haereses, III, 22,4.
[3] Lumen gentium, 61.
[4] Lumen gentium, 60.
[5] Lumen gentium, 63.
[6] San Agustín, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscelanea Agostiniana I, 163.
[7] San Pablo VI, Discurso de clausura del tercer período del Concilio: AAS 56 (1964) 1016.
[8] Orígenes, Comentario al Evangelio de Juan I, 6, 23: SCh 120, 70-72.
[9] San Luis Mª Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a María, nn. 257.259.
[10] Cf. H. Mühlen, Una persona mystica (Paderborn 1967) [trad. ital. (Ciudad Nueva, Roma 1968) 575ss.; trad. esp. El Espíritu Santo en la Iglesia (Secretariado Trinitario, Salamanca 1998)].
[11] Tratado, n. 20.
[12] Calvino, Le livre de la Génèse, I (Ginebra 1961) 195; cf. G. von Rad, Genesi (Paideia, Brescia 1978) 204 [trad. esp. El libro del Génesis (Sígueme, Salamanca 42008)].
[13] San Ireneo, Adversus Haereses, III, 22,4: SCh 211, 441.

https://www.religionenlibertad.com/vaticano/445230612/cantalamessa-vinculo-evangelio-juan-consagracion-montfortiana-virgen.html

sábado, 22 de febrero de 2020

Trasladado del cuerpo de Carlo Acutis a el Santuario de la Expoliación





Biografía de Carlo Acutis - Siervo de Dios
Carlo Acutis fallece a tan sólo 15 años de edad a causa de una leucemia fulminante, dejando en
la memoria de todos los que le han conocido un gran vacío y una profunda admiración por el que
ha sido su breve y a la vez intenso testimonio de vida auténticamente cristiano. Desde que recibió
la Primera Comunión a los 7 años de edad nunca ha faltado a la cita cotidiana con la Santa Misa.
Siempre, antes o después de la celebración eucarística, se quedaba delante del Sagrario para adorar
al Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento. La Virgen era su gran confidente y nunca
dejaba de honrarla rezando cada día el Santo Rosario. La modernidad y la actualidad de Carlo
conjugan perfectamente con su profunda vida eucarística y devoción mariana, que han contribuido
a que llegase a ser un chico muy especial al que todos admiraban y amaban.

Citando las palabras de Carlo: “Nuestra meta debe ser el infinito, no lo finito. El Infinito es
nuestra Patria. Desde siempre el Cielo nos espera”. Suya es la frase: “Todos nacen como
originales pero muchos mueren como fotocopias”. Para dirigirse hacia esta Meta y no “morir
como fotocopias” Carlo decía que nuestra Brújula tiene que ser la Palabra de Dios, con la que
tenemos que confrontarnos constantemente. Pero para una Meta tan alta hacen falta Medios muy
especiales: los Sacramentos y la oración. En especial, Carlo situaba en el centro de su vida el
Sacramento de la Eucaristía que llamaba “mi autopista hacia el Cielo”.

Carlo estaba muy dotado para todo lo que está relacionado con el mundo de la informática, hasta tal
punto que tanto sus amigos como los adultos licenciados en ingeniería informática lo consideraban
un genio. Todos se quedaban maravillados por su capacidad de entender los secretos que oculta
la informática y a los que sólo tienen acceso quienes han realizado estudios universitarios. Los
intereses de Carlo abarcaban desde la programación de ordenadores, pasando por el montaje
de películas, la creación de sitios web, hasta los boletines, de los que se ocupaba también de la
redacción y la maquetación, y el voluntariado con los más necesitados, con los niños y con los
ancianos.

Resumiendo, era un misterio este joven fiel de la Diócesis de Milán, que antes de morir ha sido
capaz de ofrecer su sufrimiento por el Papa y por la Iglesia.
“Estar siempre unido a Jesús, ese es mi proyecto de vida”. Con estas pocas palabras Carlo Acutis,
el chico que murió de leucemia, traza el rasgo distintivo de su breve existencia: vivir con Jesús, para
Jesús, en Jesús. (…) “Estoy contento de morir porque he vivido mi vida sin malgastar ni un solo
minuto de ella en cosas que no le gustan a Dios”. Carlo también nos pide a nosotros lo mismo: nos
pide que contemos el Evangelio con nuestra vida para que cada uno de nosotros pueda ser un faro
que ilumine el camino de los demás.



Venerabile Carlo Acutis

https://youtu.be/vK404haEzn



El sacerdote Marcelo Tenorio, vice-postulador de la causa de canonización del venerable Carlo Acutis, comunicó ayer, 23 de enero, que el cuerpo del joven italiano apasionado por la eucaristía y fallecido de leucemia a los 15 años de edad, el 12 de octubre de 2006, ha sido encontrado incorrupto.

El testimonio de vida de Carlo Acutis, adolescente que muere a los 15 años a causa de una Leucemia fulminante en 2006 está acercando a muchas personas a la fe. Empezó con su propia madre, Antonia Salzano, que lo considera hoy un “pequeño salvador” que le enseñó el amor hacia la Eucaristía.

jueves, 6 de febrero de 2020

Beata Apolonia del Santísimo Sacramento. Mártir del comunismo.


Beata Apolonia del Santísimo Sacramento. Mártir del comunismo.



CRÍMENES DEL COMUNISMO
Aserrada y dada de comer a los cerdos por negarse a apostatar

Juan E. Pflüger / 17 OCTUBRE, 2017



Apolonia Lizárraga era la madre superiora de de las Hermanas Carmelitas de la Caridad desde el año 1925. Cuando estalló la Guerra Civil tenía 69 años y se encontraba en la Casa General de Vic. Allí se preocupó durante los primeros días de la guerra por encontrar acomodo seguro para las novicias y los enfermos que estaban a cargo de la congregación de religiosas.





Tras haber intentado garantizar la seguridad de todas las personas a su cargo, ella misma se buscó acomodo en la casa de una familia que colaboraba con su orden. Allí permaneció hasta que fue apresada durante un registro realizado por milicianos del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista).


Inmediatamente fue trasladada a la checa barcelonesa de San Elías -bajo control de la CNT-FAI-, que ocupaba el edificio que hasta el comienzo de la guerra había sido un convento de religiosas Clarisas. Allí permaneció varios días presa, sometida a privaciones, insultos y golpes. Finalmente, el ocho de septiembre, uno de los responsables de la cárcel, apodado “el jorobado”, en compañía de otros tres milicianos, la trasladaron al patio central.



Una vez allí fue desnudada integramente y se le propuso apostatar para salvar su vida. La religiosa se negó, y los milicianos la colgaron de un gancho que habían instalado en una de las paredes. Ese gancho se usó en numerosas ocasiones para dar muerte de manera salvaje a los presos allí detenidos.


Esta muerte consistía en que eran aserrados vivos, hasta que morían desangrados entre terribles dolores. Y sus cuerpos eran posteriormente descuartizados y dados de comer a una piara de 42 cerdos que habían llevado a la checa tras una requisa realizada en los alrededores de la ciudad.



Poco después, los milicianos realizaron la matanza de varios de estos animales y vendían el producto anunciándolo como “chorizo de monja”. En clara referencia al martirio cometido con la superiora de las Carmelitas de la Caridad.


Varios testimonios de supervivientes de la checa de San Elías coinciden en señalar cómo fue la muerte de Apolonia Lizárraga:


“Actualmente se han encontrado testigos que nos refieren que estando ellos presos en la cárcel de San Elías en el año 1936, era de dominio público que el jefe de la checa, un tal «Jorobado», cebaba en total unos trescientos cerdos con carne humana. Que muchos presos eran echados a dichas piaras y que la General de las Carmelitas de la Caridad, Madre Apolonia Lizárraga, fue una de dichas víctimas que aserraron, descuartizaron (en cuatro partes) y luego en trozos más pequeños fue devorada por dichos animales que en la citada checa engordaban en número de 42”. Así lo cuenta Antonio Montero en su libro Historia de la persecución religiosa en España.


Otros testimonios coiciden en explicar la misma versión:



“Fue cogida prisionera, llevada por los milicianos a una checa, la desnudaron y la llevaron a un patio. La ataron muñecas y tobillos y fue colgada de un gancho a la pared del patio. Con un serrucho la cortaron. Ella rezaba y rogaba por sus asesinos. Estos luego dieron su cuerpo a comer a unos cerdos que tenían allí, que al poco tiempo los mataron y los comían y vendían diciendo que eran chorizos de monja“.


La Madre Apolonia Lizárraga fue beatificada el 28 de octubre de 2007 y recibió el nombre de Apolonia del Santísimo Sacramento.

martes, 14 de enero de 2020

Beata Laura Vicuña. 1891-1904.

Laura Vicuña 2.jpg




Nació en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891. Su padre, Don José Domingo Vicuña, pertenecía a una familia de la aristocracia chilena, de gran influencia política y alto nivel social. Su madre, Doña Mercedes del Pino, provenía de una familia humilde. Esta diferencia causa tensión entre Mercedes y la familia de José Domingo desde el principio.

Son tiempos de revolución en Chile. La familia, que apoya al gobierno derrocado, se ve obligada a huir de la capital y refugiarse a 500 km. al sur de la capital chilena, en Temuco. Su padre fallece pronto y queda su madre con dos niñas, Laura (de dos años de edad) y Julia, en la indigencia. Emigran a Argentina. El viaje es muy difícil y Doña Mercedes no tiene donde residir. Su situación de miseria hace que se ponga a vivir en unión libre con Manuel Mora, un rico y bruto terrateniente que le ofrece trabajo. Él es déspota, autoritario y está corroído por la soberbia y la sensualidad. En 1900, Laura es internada en el colegio de las Hermanas Salesianas de María Auxiliadora en el colegio de Junín de los Andes, gracias a la ayuda ecnómica de Mora. Pronto destaca por su devoción y hasta sueña con ser religiosa.

Cuando escucha de una maestra que a Dios le disgustan mucho los que conviven sin casarse, la niña cae desmayada de espanto. En la próxima clase, cuando la maestra habla otra vez de unión libre, la niña empieza a palidecer. Laura, a su tierna edad, se duele muchísimo cuando Dios es ofendido. Ahora comprende la situación de pecado mortal en que se encuentra su madre. Lejos de resentirse contra ella, decide entregar su vida a Dios para salvar el almade su madre.

Laura comunica sus intenciones al confesor, el Padre Crestanello, salesiano. Él le dice: "Mira que eso es muy serio. Dios puede aceptarte tu propuesta y te puede llegar la muerte muy pronto". Ella está resuelta en su ofrenda. Recibe la comunión a los diez años. Ese día se ofrece a Dios y es admitida como "Hija de María", consagrando su pureza a la Santísima Virgen María.

En el colegio, las demás alumnas la admiran como la mejor compañera, la más amable y servicial. Las superioras se quedan maravilladas de su obediencia y del enorme amor que siente por Jesús Sacramentado y por María Auxiliadora.

Cuando vuelve a casa para pasar las vacaciones, Mora trata de abusar de Laura, pero ella se resiste, por lo que es echada de la casa, a dormir a la intemperie. Después de esto, Mora no quiere pagarle la escuela, pero las hermanas la aceptan gratuitamente. Un día, cuando la niña vuelve a casa, Mora le da a Laura una paliza salvaje.

Hay una inundación en la escuela en pleno invierno. Laura pasa muchas horas con los pies en el agua helada, ayudando a salvar a las más pequeñas. Cae enferma de los riñones con grandes dolores. La madre se la lleva a su casa pero no se recupera.

Laura le dice a su madre: "Mamá, la muerte está cerca, yo misma se la he pedido a Jesús. Le he ofrecido mi vida por ti, para que regreses a Él". Le pide que abandone a Mora y se convierta. Ella le promete cumplir su deseo. Sigue orando y ofreciendo sus sufrimientos intensos por su madre. "Señor: que yo sufra todo lo que a Ti te parezca bien, pero que mi madre se convierta y se salve".

Entra en agonía y dice: "Mamá, desde hace dos años ofrecí mi vida a Dios en sacrificio para obtener que tu no vivas más en unión libre. Que te separes de ese hombre y vivas santamente". Mamá: ¿antes de morir tendré la alegría de que te arrepientas, y le pidas perdón a Dios y empieces a vivir santamente?

"¡Ay hija mía! Exclama doña Mercedes llorando, ¿entonces yo soy la causa de tu enfermedad y de tu muerte? Pobre de mí ¡Oh Laurita, qué amor tan grande has tenido hacia mí! Te lo juro ahora mismo. Desde hoy ya nunca volveré a vivir con ese hombre. Dios es testigo de mi promesa. Estoy arrepentida. Desde hoy cambiará mi vida".

Laura manda llamar al Padre Confesor. "Padre, mi mamá promete solemnemente a Dios abandonar desde hoy mismo a aquel hombre". Madre e hija se abrazan llorando.

Desde aquel momento el rostro de Laura se torna sereno y alegre. Ha cumplido su misión en la tierra. Ha sido instrumento fiel de la Divina Misericordia. Ha triunfado el amor. Recibe la unción de los enfermos y el viático. Besa repetidamente el crucifijo. A su amiga que reza junto a ella le dice: ¡Qué contenta se siente el alma a la hora de la muerte, cuando se ama a Jesucristo y a María Santísima! Lanza una última mirada a la imagen de la Virgen que está frente a su cama y exclama: "Gracias Jesús, gracias María", Muere dulcemente el 22 de enero de 1904, en Junín de los Andes (Argentina), cuando contaba sólo con 12 años.

La madre tuvo que cambiarse de nombre y salir disfrazada de aquella región para verse libre del hombre que la perseguía. Y el resto de su vida llevó una vida santa.

Los restos mortales de Laura Vicuña fueron trasladados en 1956 al Colegio Salesiano de María Auxiliadora de Bahía Blanca (Argentina).

En 1988 fue proclamada beata por el Papa Juan Pablo II, quien señaló en su homilía: "La beata Laura Vicuña, gloria purísima de Argentina y Chile, despierta un renovado compromiso espiritual en estas dos nobles naciones". La festividad de la beata Laura Vicuña se celebra el 22 de enero

San Hilario de Poitiers. 315-368.

Hilaryofpoitiers.jpg




San Agustín dice de él: "es un ilustre Doctor de nuestra Santa Iglesia". Y San Jerónimo lo llama: "Hombre de gran elocuencia; trompeta de Dios para alertar a la verdadera religión contra la herejía" y añade "San Cipriano y San Hilario son dos inmensos cedros que Dios trasplantó del mundo hacia su Iglesia".

Nació en Poitiers (Francia) en el año 315, de familia pagana que le proporcionó una esmerada educación. Hizo sus estudios en su ciudad y en Roma y Grecia durante diez años. Se ejercitó en la poesía, aprendió elocuencia y estudió mucho la filosofía de Platón.

Durante sus años de estudio supo librarse del ambiente de corrupción que había entre los estudiantes y el llevar una vida honesta y virtuosa le sirvió muchísimo para mantener su cerebro despejado para aprender mucho y retener lo aprendido.

Los paganos decían que había muchos dioses, y esto le fastidiaba a él. Por eso cuando leyó la Biblia se entusiasmó al encontrar allí la idea de que no hay sino un solo Dios, eterno, inmutable, Todopoderoso, Principio y fin de todas las cosas.

El libro que lo convirtió fue el Evangelio de San Juan, pero él mismo cuenta en su autobiografía que el libro que lo acompañó toda su vida y que le sirvió de meditación cada día fue el evangelio de San Mateo.

A los 30 años vivía atormentado con la idea de cuál sería el destino que nos espera en la eternidad, cuando encontró el evangelio de San Juan y allí al leer que "El Hijo del Dios se hizo hombre, para salvarnos", en esa noticia encontró la respuesta a sus dudas. A él le sucedió lo que le ha pasado a muchísimos santos: que una buena lectura ha cambiado toda su vida.

Era casado y tenía una hija. En el año 345 se hizo bautizar junto con su esposa y su hija.

Desde entonces se dedicó con toda su alma a leer y estudiar la Sagrada Escritura y dejó toda lectura simplemente mundana.

Venancio Fortunato, que escribió su biografía, cuenta que la vida de este hombre era tan virtuosa y tan de buen ejemplo, que la gente decía que más parecía un santo sacerdote que un hombre casado.

El año 350 murió el obispo de Poitiers y el pueblo aclamó como obispo a Hilario. Su esposa y su hija, que se habían vuelto muy santas, se retiraron a vivir como fervorosas religiosas, y nuestro santo fue nombrado obispo.

Desde entonces Hilario se dedica a la ocupación que va a ser el oficio principal del resto de su vida: combatir a los herejes arrianos que decían que Jesucristo no era Dios. Arrio fue un hereje que se dedicó a enseñar que Jesucristo no es Dios sino un simple hombre. Los obispos de todo el mundo se reunieron en el Concilio de Nicea (año 325) y proclamaron que Jesucristo sí es Dios, y que el que niegue esta verdad queda fuera de la Iglesia Católica. Pero el emperador Constancio se dedicó a apoyar a los arrianos y a perseguir a los verdaderos cristianos. Nombraba obispos arrianos en las ciudades principales y desterraba a los obispos que proclamaran la divinidad de Jesús.

Hilario organizó la resistencia de todos los obispos católicos de Francia, contra los obispos arrianos. En Paría reunió a los obispos católicos y éstos condenaron a los que seguían a Arrio.

Pero los arrianos lo acusaron ante el Emperador, y Constancio decretó el destierro de Hilario hasta Frigia, más allá del Mar Negro. Allá estuvo desterrado por cuatro años. Pero este destierro que le hizo sufrir mucho, le fue también muy provechoso porque allá aprendió el idioma griego y pudo leer los libros de los más grandes sabios cristianos de la antigüedad en oriente, y aprendió también la costumbre de entonar muchos cantos durante las ceremonias religiosas. Durante su estadía en Oriente adquirió una importantísima documentación para los famosos libros que luego iba a publicar en favor de la religión. Jamás despreció una ocasión para aumentar sus conocimientos religiosos.

Pero en Constantinopla fue invitado a un Concilio de los arrianos, y allá habló tan maravillosamente explicando la divinidad de Jesucristo, que los herejes pidieron al emperador que lo expulsara otra vez hacia occidente, porque podía convencer a toda esa gente de que Jesucristo sí es Dios. Y el gobernante dio el decreto de que quedaba expulsado hacia Francia. Y así pudo volver a su país. La gente decía: "Hilario fue expulsado hacia oriente por hablar muy bien de Jesucristo en occidente. Y fue expulsado hacia occidente por hablar muy bien de Jesucristo en oriente".

En el año 360 Hilario entraba otra vez triunfante a su diócesis de Poitiers, en medio del júbilo más indescriptible. San Jerónimo dice que Francia entera se volcó a los caminos a recibirlo como a un héroe que volvía victorioso después de luchar sin descanso contra los que decían que Jesucristo no era Dios. Y Nuestro Señor para demostrar la santidad del gran obispo le concedió hacer varios milagros. El más sonado fue la resurrección de un joven que ya llevaban a enterrar.

Llegado otra vez a su ciudad, el santo se dedicó sin descanso a defender la verdadera religión y a combatir la herejía de los arrianos. En uno de sus escritos pone a Dios por testigo de que el fin principal de toda su vida es emplear todas sus fuerzas en hacer conocer más a Jesucristo y hacerlo amar por el mayor número de personas que sea posible.

A las personas que iban a consultarle les recomendaba que todas sus acciones las empezaran y terminaran con alguna oración.

Y redactó luego su libro más famoso llamado "La Trinidad". Es lo mejor que se escribió en toda la antigüedad acerca de la Santísima Trinidad. También publicó un Comentario al Evangelio de San Mateo y un Comentario a los Salmos.

Otra gran obra de San Hilario fue reunir un grupo de personas fervorosas y enseñarles a vivir en comunidad, lejos de lo mundano, dedicándose a la oración, a la penitencia, al trabajo y a la lectura de la Sagrada Biblia. Entre las religiosas estaban su esposa y su hija. Entre los religiosos el más ilustre fue San Gregorio de Tours, que fundó después el primer monasterio de su país, Francia.

En oriente había aprendido que los arrianos y los gnósticos, para atraer gentes a sus cultos entonaban muchos cantos. Y él, que era poeta, se dedicó a componer cantos y a ensayarlos y hacerlos cantar en las ceremonias religiosas de los católicos. San Isidoro dice que el primero que introdujo en Europa la costumbre de entonar himnos cantados durante las ceremonias religiosas fue San Hilario. Años más tarde San Ambrosio introduciría esa costumbre en su catedral de Milán y los herejes lo acusarán ante el gobierno diciendo que por los cantos tan hermosos que entona en su iglesia les quita a ellos sus clientes que se van a donde los católicos porque allá cantan más y mejor.

Una gran cualidad tenía este santo: era extremadamente cortés y bondadoso. Cuando defendía la verdad cristiana contra los errores de la herejía era un retumbante polemista, pero cuando trataba de convencer a los otros para que amaran a Jesucristo, era un bondadoso padre y un dad tenía este santo: era extremadamente cortés y bondadoso. Cuando defendía la verdad cristiana contra los errores de la herejía era un retumbante polemista, pero cuando trataba de convencer a los otros para que amaran a Jesucristo, era un bondadoso padre y un buen pastor. La gente decía: en sus discursos es un león aterrador. En sus charlas personales es un manso cordero. En la lucha era muy humano, pero en la victoria era extremadamente bondadoso y muy comprensivo. Cuando un arriano dejaba sus errores, y volvía a creer como los católicos, ni siquiera permitía que le quitaran el cargo que antes tenía. No quería humillar a nadie sino salvar a todos.

Los últimos años de su vida los empleó en defender de palabra y por escrito la divinidad de Cristo y la verdadera religión en Francia e Italia. Y logró que a la muerte del emperador Constancio, la Iglesia, que estaba siendo tan perseguida, volviera a resurgir con admirable rapidez en los países de occidente.

En 1851, el Papa Pío Nono declaró a San Hilario "Doctor de la Iglesia", por la defensa heroica y llena de sabiduría que hizo de la divinidad de Jesucristo.

El año 368, cuando estaba para morir, los presentes vieron que la habitación se llenaba de una extraordinaria luz que rodeaba el lecho del moribundo. Quedaron deslumbrados, pero apenas el santo entregó su espíritu, la luz desapareció misteriosamente.

(Fuente: churchforum.org)








miércoles, 8 de enero de 2020

La triple concupiscencia. I jn 2, 16-17. San Agustín



Elegir el amor a Dios eterno sobre el amor a las cosas temporales


10. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana. El Apóstol mencionó tres cosas que no vienen del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre como también él permanece para siempre30. ¿Por qué no voy a amar lo que hizo Dios? ¿Qué prefieres? ¿Amar lo temporal y pasar con el tiempo, o no amar el mundo y vivir para siempre con Dios? El río de las realidades temporales arrastra, pero nuestro Señor Jesucristo ha nacido como si fuera un árbol al borde del río. Tomó carne, murió, resucitó, subió al cielo. En cierto modo quiso plantarse al borde del río de las realidades temporales. ¿Te sientes arrastrado hacia el abismo? Agárrate al árbol. ¿Te envuelve el amor del mundo? Agárrate a Cristo. Por ti se hizo él temporal, para que tú te hagas eterno, puesto que él se hizo temporal, pero permaneciendo eterno. Se le adhirió algo temporal, pero sin desprenderse de la eternidad. Tú, por el contrario, has nacido temporal, pero, a causa del pecado, te hiciste temporal. Tú te hiciste temporal por el pecado, él por la misericordia que perdona los pecados. ¡Qué grande es la diferencia entre el reo y el que le rinde visita, aunque ambos se hallen en la cárcel! Pues, a veces, una persona llega a donde está el amigo y entra a visitarlo, y uno y otro parece que están en la cárcel, pero distan mucho el uno del otro; es distinta su situación. A uno le tiene allí hundido la causa que tiene pendiente con la justicia; al otro le llevó allí el amor al hombre. Lo mismo acontece en esta mortalidad: a nosotros nos tenía sujetos nuestra culpa, pero él descendió por misericordia; entró a donde estaba el cautivo para rescatarle, no para hundirle. El Señor derramó su sangre por nosotros, nos redimió, nos devolvió la esperanza. Todavía llevamos la mortalidad de la carne y damos por hecho la inmortalidad futura. Aunque fluctuamos en el mar, ya hemos clavado en tierra el ancla de la esperanza.




Actitud ante el mundo como obra de Dios


11. No amemos, pues, el mundo ni lo que hay en el mundo. Pues lo que hay en el mundo no es otra cosa que concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana31. Son tres las realidades señaladas, no sea que alguien diga que lo que hay en el mundo lo hizo Dios, esto es, el cielo y la tierra, el mar, el sol, la luna, las estrellas, seres que adornan los cielos. ¿Qué es lo que embellece el mar? Todo cuanto repta. ¿Y qué adorna la tierra? Los animales, los árboles, las aves. Todos estos seres se hallan en el mundo y Dios los hizo. ¿Por qué no he de amar lo que hizo Dios? Que el Espíritu de Dios more en ti, para que veas que todos esos seres son buenos, pero ¡ay de ti si amas a la criatura y abandonas al creador! Son para ti realidades bellas, pero ¡cuánto más bello el que les dio forma! Preste atención vuestra caridad. Algunas semejanzas pueden servir para vuestra instrucción. No se os cuele Satanás diciendo lo que acostumbra: «Hallad vuestro bien en la criatura de Dios; ¿para qué las hizo, sino para que os halléis bien en ellas?». Y los hombres se embriagan y perecen y olvidan a su creador; al no usar con templanza sino con avidez las cosas creadas, desprecian al creador. De ellos dice el Apóstol: Rindieron culto y sirvieron a la criatura en vez de al creador que es bendito por los siglos32. Dios no te prohíbe amar estas cosas, sino que las ames poniendo en ellas tu felicidad; más bien, apruébalas y ámalas en modo de amar al creador. Pongamos un ejemplo, hermanos: un esposo hace a su esposa una sortija y ella ama más la sortija que al esposo que se la hizo. ¿No sería sorprendido su corazón como adúltero al amar el regalo del esposo, no obstante que ame lo que él le regaló? Sin duda alguna amaría lo que él le regaló; pero si dijese: «Me basta con esta sortija, ya no quiero volver a ver su rostro», ¿cuál sería la catadura moral de la esposa? ¿Quién no detestaría tal demencia? ¿Quién no detectaría un espíritu adulterino? En vez de amar al marido, amas el oro; amas el oro en vez de al esposo, si lo que hay en ti es el amor a la sortija en vez de a tu esposo y no quieres verlo. Entonces te donó esas arras, no para dejarte una prenda, sino para apartarte de sí. Tu esposo te entrega esa prenda para que, a través de ella, lo ames a él.


Así, pues, Dios te otorgó todas estas cosas; ámale a él que las hizo. Más es lo que quiere darte, esto es, a sí mismo que hizo tales cosas. Si, por el contrario, amas estas cosas, aunque las haya hecho Dios, y desprecias al creador y amas el mundo, ¿no habrá que tener por adúltero a tu amor?



Los amantes del mundo son también mundo


12[a]. Se denomina mundo no sólo a esta construcción levantada por Dios, es decir, el cielo y la tierra, el mar, el conjunto de seres visibles e invisibles. También se llama mundo a sus habitantes, igual que se llama casa tanto a las paredes como a quienes la habitan. A veces alabamos la casa y vituperamos a los que moran en ella. Efectivamente, no es lo mismo decir: «¡Buena casa!» refiriéndonos a la construida con mármol y con bellos artesonados, que decir: «¡Buena casa!», refiriéndonos a aquella en quien nadie sufre injusticia alguna y en la que no se dan ni rapiñas ni opresiones. Ahora no alabamos las paredes, sino a las personas que habitan en su interior aunque se llame casa a lo uno y a lo otro. Todos son, pues, amantes de este mundo porque habitan en él por amor a él; de igual manera son habitantes del cielo aquellos cuyos corazones están en lo alto, aunque con el cuerpo caminen por la tierra. Así, pues, a todos los que aman el mundo se les llama mundo. Éstos no tienen más que estas tres cosas: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición del mundo.



Concupiscencia de la carne


[12b]. Desean, pues, comer, beber, concúbito, tener a mano esos placeres. ¿Acaso no hay en ellos una medida asumible? O, cuando se dice: «No améis esas cosas», ¿se dice mirando a que no comáis, no bebáis o no procreéis hijos? No es eso lo que se dice. Pero haya mesura en esas cosas en atención al creador, para que no os aten con ese amor. No améis para gozar de ello, algo que debéis tener sólo para usarlo. Sólo se os somete a prueba cuando se os propone esta alternativa: «¿Prefieres la justicia o acrecentar las ganancias?». «No tengo de qué vivir, no tengo qué comer ni qué beber». Pero ¿qué sucederá si no puedes conseguir eso que necesitas, si no es por el camino de la maldad? ¿No es mejor amar lo que no se puede perder que cometer una acción mala? Ves la ganancia en oro, no ves el daño que sufre la fe. En esto, nos dice [la carta], consiste la concupiscencia de la carne: en apetecer las cosas que pertenecen a la carne, como el alimento y la unión carnal y demás cosas semejantes.




La concupiscencia de los ojos


13. Y la concupiscencia de los ojos. Llama concupiscencia de los ojos a toda curiosidad. ¡En cuán numerosos ámbitos se manifiesta dicha curiosidad! Se halla en los espectáculos, en los teatros, en los ritos diabólicos, en las artes mágicas, en los maleficios. A veces tienta incluso a los siervos de Dios para que quieran hacer como un milagro y probar si Dios les oye gracias a los milagros: eso es curiosidad, es decir, concupiscencia de los ojos, que no viene del Padre. Si Dios te concedió el poder de hacer milagros, hazlos, pues te lo ofreció para que los hagas.Pero sabiendo que no dejarán de pertenecer al reino de los cielos quienes no los hicieron. Cuando los apóstoles se llenaron de gozo porque se les habían sometido los demonios, ¿qué les dijo el Señor? No os alegréis de eso; alegraos más bien de que vuestros nombres están inscritos en el cielo33. Quiso que los apóstoles se alegrasen de lo mismo de que te alegras tú. Pues ¡ay de ti, si tu nombre no está inscrito en el cielo! ¿Acaso hay que decir: ¡ay de ti si no resucitas muertos, si no caminas sobre el mar, si no expulsas demonios!? Si recibiste la facultad de hacer estos prodigios, usa de ella con humildad, sin orgullo. Pues el Señor dijo de algunos pseudoprofetas que habían de hacer signos y prodigios34.




Ambición mundana


No haya, pues, ambición mundana. La ambición mundana es el orgullo. Quiere jactarse en los honores. El hombre se cree grande o por sus riquezas o por cualquier otra forma de poder.




Cristo vencedor de las tres concupiscencias


14. Ha mencionado tres realidades y no hallarás ninguna otra cosa en que sea puesta a prueba la malsana apetencia humana que no sea la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos o la ambición mundana. De estas tres apetencias se sirvió el diablo para poner a prueba al Señor. Se sirvió de la concupiscencia de la carne para ponerlo a prueba cuando, al sentir hambre, tras el período de ayuno, le dijo: Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan35. Pero ¿cómo rechazó al que le ponía a prueba? ¿Cómo enseñó a combatir al soldado? Presta atención a lo que le respondió: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios36.


El Señor fue puesto a prueba también por medio de la concupiscencia de los ojos. El diablo reclamaba de él un milagro cuando le dijo: Arrójate abajo, pues está escrito: Mandará a sus ángeles, pensando en ti, para que te reciban, no sea que tu pie tropiece en alguna piedra37. El Señor ofrece resistencia al tentador. En efecto, si hubiese hecho el milagro, habría dado la impresión o de que cedió al tentador, o que actuó movido por el deseo de suscitar la curiosidad. El milagro lo hizo cuando quiso como Dios, mas para curar a los enfermos. Pues si lo hubiese hecho entonces se habría pensado que únicamente quiso hacer el milagro por el milagro. Mas considera con atención qué respondió para que los hombres no lo viesen así y, cuando te sobrevenga una tentación semejante, responde también tú lo mismo: Retírate, Satanás, pues está escrito: No pondrás a prueba al Señor tu Dios38. Es decir, si hiciera lo que me sugieres, pondría a prueba a Dios. Dijo él lo que quiso que dijeras tú. Cuando el enemigo te sugiere: «¡Vaya hombre! ¡Vaya cristiano más vulgar! No has hecho ni un simple milagro, ni han resucitado los muertos por tus oraciones ni has curado fiebres. Si en verdad tuvieses alguna categoría, harías algún milagro», respóndele con estas palabras: Está escrito: No pondrás a prueba al Señor tu Dios39; no solicitaré de Dios una prueba como si sólo perteneciera a él en el caso de hacer algún milagro y no perteneciera en caso de no hacerlo. Si la realidad fuera ésa, dónde quedan sus palabras: Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.


¿Cómo se sirvió el diablo de la ambición mundana para poner a prueba al Señor? Lo llevó a un lugar elevado y le dijo: Todo esto te daré, si te postras ante mí y me adoras40. Quiso tentar al rey de los siglos recurriendo al encumbramiento que significa ser rey en la tierra. Pero el Señor, que hizo cielo y tierra, pisoteaba al diablo. ¿Qué le respondió entonces, sino lo que te enseñó a responderle? Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y a él solo servirás41.


Observando este modo de proceder, careceréis de la concupiscencia del mundo; al carecer de la concupiscencia del mundo, no os dominará ni el deseo de la carne, ni el deseo de los ojos, ni la ambición mundana, y haréis espacio a la caridad que llega a vosotros para que améis a Dios. Puesto que, si estuviese allí presente el amor del mundo, no lo estará el amor de Dios. Aferrad más bien el amor de Dios a fin de que, como Dios es eterno, también vosotros permanezcáis eternamente, pues cada cual es según es su amor. ¿Amas la tierra? Eres tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué puedo decir? ¿Que serás Dios? No me atrevo a decirlo por mi propia autoridad. Escuchemos las Escrituras: Yo dije: dioses sois e hijos del Altísimo todos42. Por tanto, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo, no améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, la caridad del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne y concupiscencia de los ojos y ambición mundana que no proviene del Padre, sino del mundo, es decir, de los hombres que aman el mundo. Pero el mundo y todas sus concupiscencias pasan, mas quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre como también Dios permanece para siempre43.